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UN MALESTAR EN LA CULTURA DEL “SUSTO”

HERMANN BELLINGHAUSEN
Yuri Escalante Betancourt,
La Aldea Militar. Una etnografía
del Estado (de sitio),
Primero Sueño Editora,
Guadalajara, Jalisco, 2023.

 

Estamos ante la breve relación de un aprendizaje. El antropólogo principiante llega libreta en mano ansioso por documentar las relaciones de parentesco, los mitos, las fiestas patronales o cualquier otro aspecto de lo que las comunidades indígenas pueden ofrecer a los estudiosos para su trabajo de campo. Así arribó Yuri Escalante en 1987 a su soñada “aldea exótica… aislada en el tiempo y el espacio”. Lugar: Sierra Madre Occidental de Durango. Nombre: San Francisco Ocotán. Pueblo a estudiar: tepehuano. Pero no encontró ni un alma: “Sólo armas y soldados. Todos los poblanos habían huido al monte, como era habitual cuando ocurría un operativo militar”.

Lo que expone a partir de ahí La Aldea Militar es una reflexión documentada sobre el “espanto o susto militar” y otras manifestaciones clínicas que padecen con desdeñada frecuencia los pueblos indígenas. Y aquello era en 1987. Mucho lodo ha corrido bajo los puentes. Mucho fuego. Mucho espanto.

Inicia el opúsculo en un tono desafiante:  Investigar a los salvajes, no la alteridad o la diferencia, ese es el verdadero objetivo de la antropología. Aceptar que somos la ciencia que estudia a los primitivos, una barbarología, según la define Josep Lobera (1988). ¡Eah pues! Estudiemos los sacrificios humanos, los cazadores de cabezas y las guerras psicológicas del terror. Estudiemos a los salvajes… a nuestros salvajes de Estado.

Cierto que lo mismo podría decirse de cualquier ejército represor o conquistador. Pero hablamos del mexicano a fines de XX y comienzos de XXI. Buscando cosmogonías y hierofanías de la nación tepehuana, Escalante admite: “Sólo encontré santolatrías y hagiografías relacionadas con guerras, violencia y muerte. Narrativa de ejércitos, batallas y resistencia armada”. Un espacio mítico, puede inferirse, que viene desde la llegada de los españoles cuando menos. No hay huellas sino heridas y cicatrices. Con los o’dam recupera Betancourt la memoria atroz de la guerra cristera, la inicial derrota federal y la represalia brutal del régimen por mano de su secretario de Defensa Nacional, general Manuel Ávila Camacho, contra indios y “guerrilleros”.

Para 1990, como peón del Instituto Nacional Indigenista, Betancourt Escalante regresa a la sierra tepehuana y otra vez se topa con el ejército; ahora, vacunando contra una epidemia de sarampión. De todos modos encuentra el rastro de ataques aéreos de las fuerzas armadas. A los “rastros materiales del pasado”, el autor enuncia la marca en la memoria colectiva “que se ha transformado, de una ocupación física a una ocupación mental, de una invasión presencial a una psicológica”.

Poco a poco, el antropólogo se adentra siguiendo indicios y huellas físicas y psíquicas, específicas aunque no exclusivas de la región tepehuana del sur, ni mucho menos. ¿Cuántas guerras sucias, encubiertas o de baja intensidad, cuántos operativos contra cultivos ilegales y protestas sociales han padecido los pueblos originarios del país? La observación del antropólogo tepehuano Honorio Medina confirma a las tropas como etiología de la alteración anímica y mental de la gente: “Si en tu estado onírico te encuentras con un retén militar o te topas con camionetas del ejército que te levantan, es un síntoma de la pérdida del ii’mda o alma”.

Se abre en esta reseña una pregunta: ¿alguna vez las encuestas de salud, los registros institucionales y las campañas médicas han considerado a la militarización como un problema de salud? ¿Existen estadísticas oficiales? Fuera de las denuncias y los estudios de organismos independientes de derechos humanos, nunca aparece la militarización dentro de las causales de patología en los indígenas.

No sólo balas y golpes. ¿Cuánto susto han padecido mujeres e infantes en los últimos cuarenta años, desde helicópteros, aviones, tanques y barricadas? “Castigos”, ejecuciones, balaceras en Guerrero, Chiapas, Chihuahua, Oaxaca, Sinaloa, Jalisco, Michoacán, Veracruz, Puebla. Sin reconocimiento clínico ni apoyo profesional, la atención de padecimientos verdaderos queda a cargo de la sabiduría tradicional, las creencias populares, así como las supersticiones, los rumores y el miedo.

A nivel de hipótesis puede postularse que cuando la agresión, la ocupación y el susto militar o paramilitar se abate sobre movimientos organizados de resistencia, como es el caso del zapatismo en Chiapas (o la cohesión aún robusta de wixaritari, mé’phàà, zapotecas o mayas, por aludir a otras experiencias), niños, niñas, “solteras”, madres y abuelas se encuentran en un entorno movilizado, consciente, que arropa y da sentido al sinsentido de la ocupación, la persecución y el daño emocional-cultural, además del corporal cuando enferma y mata.

Busquemos los “traumas” de los sobrevivientes de masacres y ataques armados. Y claro, deben añadirse las acciones del crimen organizado: narcotraficantes, sicarios al servicio de éstos o de empresas que desean territorios, recursos, inversiones de infraestructura, urbanizaciones, y hasta los roba chicos y chicas, otra plaga muy extendida.

Yuri Betancourt prosigue su indagación y la lleva a la Sierra de Zongolica y el escándalo, en su momento muy mediático y nublado por los intereses ideológicos del poder, tras la muerte en febrero de 2007 de Ernestina Ascencio, septuagenaria campesina nahua de Tetlazingo, ocurrida en condiciones extrañas, por decir lo menos. Estamos en el arranque de la desdichada “guerra contra el narco” del presidente Felipe Calderón Hinojosa, cuando el narco toma el control de los mandos federales. Así tuvimos, de manera plena, un violento narco-Estado en funciones. El actual proceso contra el ex-zar policiaco Genaro García Luna es apenas un indicio de lo que sucedía entonces.

Doña Ernestina habría sido violada tumultuariamente por la tropa, y falleció poco después. Ante el señalamiento público, el gobierno de Calderón, sus paladines y sus tinterillos literarios en la prensa argumentaron que no hubo tal agresión, y que la señora habría muerto a causa de una úlcera gástrica mal atendida. Como si las úlceras no fueran también consecuencia de graves estados de tensión, dolor, humillación y espanto. Los articulistas y los ministerios públicos ignoraron lo “psicosomático”, y más aún la idiosincrasia y la cultura de la víctima. Una vez más, el calderonato buscaba limpiarse la sangre de las manos.

El caso se desestimó oficialmente, pero quedaría como ejemplo ominoso de algo que se ha vuelto cotidiano. Betancourt se detiene en “el impacto mental y cultural desencadenado por el estado de ocupación continuo y las agresiones sexuales de mujeres”. Hay que sumar en la mayoría de los casos la presencia de fuerza policiacas federales o estatales, quienes no pocas veces ejecutan las agresiones contra la población.

La antropología, advierte el texto, “ha invisibilizado la militarización, sustrayéndola y ocultándola del reporte etnográfico”. Algo similar podemos anotar sobre los registros institucionales del sector salud y el “sentido común” o “científico” de médicos y enfermeras. El autor siembra más preguntas, atendibles en el contexto de violencia criminal y militarización generalizada (por “blanda” que nos la quieran presentar) que no han desaparecido: la “convivencia” entre pueblos y tropas:

¿Será que de un estado de ocupación militar surja una constante, en la cual a mayor presencia militar mayor afectación del imaginario y de las almas? ¿Las aflicciones oníricas y anímicas son casualidades de un sitio momentáneo o son causalidades de un estado de excepción prolongado? ¿Puede hacerse una generalización sobre los efectos negativos del estado de excepción en la etiología de las enfermedades?

A la postre se criminaliza a la víctima para justificar las acciones del Estado, mientras los operadores del derecho “no perciben la realidad desde el sufrimiento de la víctima, sino desde la racionalidad jurídica y positivista”, apunta este sugerente ensayo, para concluir: “La militarización, más que una técnica disciplinaria, es un proceso desarticulador de la salud y desestabilizador de la sociabilidad”.

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