LARGO CAMINO A EL DURAZNAL
En tiempos recientes se discute si la escritura en lenguas originarias de México conforma una, o varias literaturas. Antes de caer en una discusión bizantina, lo sensato sería considerarlas lo segundo: tantas como las lenguas en que son escritas. Ahora, para ser admitida como tal, una “literatura” debe tener ¿qué tanto corpus? ¿Un libro? ¿Diez? ¿Cien? ¿Uno, cinco o cuántos autores constituyen una “literatura”? ¿Cuántos años o siglos?
El concepto mismo de “literatura” ha sido cuestionado como ajeno a las culturas y las lenguas de los pueblos originarios. Incluso la expresión mexica prehispánica que hemos leído como “poesía antigua” los últimos cien años puede ponerse en duda, como una creación/invención de los mexicanistas. Y sin embargo el canto, o como se le llame, es inherente al ámbito de cada lengua en lo ritual, lo alegórico, lo festivo, lo mítico, lo anecdótico, lo lúdico, lo didáctico. La narración, las historias, los cuentos, los recuerdos reales o inventados, los delirios platicados y las ocurrencias están presentes en todo lo humano. Quizá sea uno de los rasgos que definen a nuestra especie: que contamos y escuchamos historias. Ya veremos si son literatura, “oral” aunque sea. Podemos reconocer lo literario aun antes o por fuera de la escritura. En ese caso, todas las lenguas que se hablan en nuestro país poseen su propia literatura, mayormente ágrafa y qué. Sin ella resultarían impensables, o postizos, los trabajos escritos todo lo bilingües que se pueda de transcriptores y autores nativos de cada uno de estos idiomas nacionales.
Las religiones son historias aplicadas y útiles, mientras los cuentos son historias puras y libres incluso cuando repiten o reinterpretan las narraciones tradicionales de cada pueblo. La imagen del cuentacuentos y su audiencia reunida en torno a una hoguera es tan antigua como el mundo en comunidad. Los nómadas en sus escalas, los agricultores establecidos, los constructores de ciudades, y de ahí a lo largo del desarrollo nunca lineal de las civilizaciones humanas. Pueden existir diferencias abismales en el tiempo y el espacio pero tienen en común los ojos, los oídos, la lengua, el cerebro imaginante.
Puestas las salvedades sobre la mesa, no hace falta preguntarse si existe una literatura narrativa mixe, esto es ayuuk, creada por los modernos ayuukjä’äy. Sus rasgos dialectales quedan en manos de los hablantes y lectores de dicha lengua. A estas alturas ya se ha publicado un generoso número de narraciones mixes contemporáneas. También en otras lenguas mexicanas se escribe de manera bilingüe, aunque no siempre; una excelente narrativa que empieza también a darnos novelas y ensayos, con desafíos seguramente mayores que en la poesía que se escribe en la mayor parte de los idiomas del país.
Narradores tseltales y tsotsiles de gran fuerza, novelistas y narradores zapotecos de la sierra y la costa, escritores nahuas, mayas peninsulares, mazahuas, del tronco “mixteco”, o del tronco “otomí”, escriben hoy con intensidad. Entre los narradores originarios de los distintos municipios del territorio mixe han publicado con autoridad Juventino Gutiérrez Gómez, Martín Rodríguez Arellano, Rosario Patricio Martínez, Filemón González Pérez y Juventino Santiago Jiménez.
Importantes resultan para estas escrituras los autores que piensan y recorren la lengua propia. Algunos lo llaman filosofía, otros, pensamiento, saberes. Etnólogos, lingüistas, normalistas y académicos literarios acompañan de manera creciente los fenómenos literarios de sus pueblos. En el caso de los ayuukjä’äy cuentan con la atenta y muy atendida voz de Yásnaya A. Gil. Otros importantes pensadores desde sus lenguas son Javier Castellanos en Oaxaca, Mikel Ruiz en Chiapas, Hubert Matiúwàa en Guerrero, Pedro Uc Be en Yucatán.
En este sustrato lingüístico y literario Juventino Santiago Jiménez reúne sus relatos, fruto de un pertinaz camino narrativo triplemente afortunado. Él tuvo la suerte de que el suplemento Ojarasca se abriera a la publicación constante de sus puntuales narraciones. Ojarasca tuvo la suerte de recibirlas. Y para suerte de todos, los cuentos de Juventino Santiago suelen ser afortunados en términos narrativos. Encuentran una aceptación especial entre nuestros lectores en internet y redes sociales.
Como este libro lo muestra, su escritura no siempre es bilingüe, aunque sí establecida en el mismo territorio del recuerdo en el ámbito de su tierra, sus alrededores y sus ausencias, las huellas vivas de los abuelos, la independencia fantástica de los animales, la realidad concreta de un niño que crece, del joven que se va. Encontramos rasgos autobiográficos, entretejidos con la ficción y el montaje, que nos dejan una firme sensación de vida vivida, de camino franco hacia el cerro Zempoaltépetl, Cacalotepec, Techal Blanco en Huatulco, la ciudad de Oaxaca, Atitlán, Candayoc, Cotzocón, Cuatro Palos, San Juan Mazatlán, el lugar sagrado El Colibrí, los mercados, las escuelas, los parajes. En algún momento el periplo se abre al Totonacapan, pero todos los caminos de la tierra y la memoria conducen a Tamazulápam, siempre El Duraznal.
Por muy local que parezca el país de la vida del narrador que imagina, escucha o recuerda, Ka’t ja’a në’ ka’t ja’a tu’ njëktëko’oyën / No perdamos el camino es de esos libros que merecerían un mapa, como los de Macondo de García Márquez, Santa María de Onetti o Yoknapatawpha de Faulkner. En esta región de la sierra oaxaqueña donde nacen las nubes, las tragedias y las fiestas, Juventino Santiago conjunta su biografía vivida o soñada con los aconteceres en el revés del tiempo, en la cara oculta de las historias.
Como suele sueceder con los caminos verdaderos, el de Ka’t ja’a në’ ka’t ja’a tu’ njëktëko’oyën / No perdamos el camino (2024) no termina con el punto final del libro. El caudal de narraciones de Juventino Santiago Jiménez parece lejos de agotarse.