LA PUERTA ROJA (SOÑÉ QUE ESTABA EN GAZA) / 327
Soñé que estaba en Gaza corriendo desesperadamente buscando un lugar donde esconderme. Un grupo de nubes grises giraban sobre toda la población. Abajo, en la tierra, rodeados por islas de humo nos apremiaba un día frío y sombrío. A una distancia se encontraban muchos niños llorando.
Escuché un trueno y miré hacia arriba y vi un dron partir del cielo. Me aterroriza: ¡un ángel de la muerte en camino! Empiezo a sudar. El aire se espesa y todo el oxígeno desaparece y se escapa. La ansiedad toma el mando y empiezo a hiperventilar. La gente entra en pánico y grita. Madres, padres, abuelos, abuelas, familias, todos en estado de terror, toman la mano de sus hijos y buscan refugio para protegerse de la bestia voladora.
Como un halcón, el dron comienza a descender en picada a medida que se acerca a sus víctimas. Su silbido me muerde los oídos.
No podía correr lo suficientemente rápido. Estaba corriendo sobre una espesa arena. A cada paso parecía que jalaba un saco de piedras. El dron crecía a cada segundo y se movía rápidamente en busca de su presa. Vi una vieja camioneta oxidada arrumbada sin llantas y puertas a una distancia no muy lejos. Mi corazón comenzó a latir rápidamente y a golpear con fuerza contra mi pecho. Un pensamiento surge instantáneamente: si pudiera alcanzar la camioneta, puede que la haga, y sobreviva la explosión. Me lanzo a toda velocidad hacia el viejo acero oxidado para ver si logro protegerme del metal volador de la muerte. El dron abre su pecho sacando sus garras escondidas, listo para atacar y desgarrar todo en su camino. Esto se acabó, pensé, de ésta no me salvo. Esperaba que las múltiples puñaladas de fragmentos de acero se hundieran en mi piel y en toda mi espalda mientras buscaba desesperadamente refugio. La bomba se desprende del dron y se ancla en la tierra transformando la arena en un remolino arenoso.
¡No detona!
Me levanto y sigo corriendo y zigzagueando por la arena. Hay soldados al otro lado de la valla corriendo hacia la ciudad. A una corta distancia me encuentro con una puerta de garaje roja. Al lado hay varias mesas cubiertas de juguetes. La puerta del garaje se abre y de repente decenas de niños escondidos salen corriendo a tomar sus juguetes. ¡Los niños, los niños! Entro en pánico, extiendo los brazos y grito a los niños que regresen adentro. Una anciana se une y lleva a los niños a la habitación e inmediatamente cierra la puerta del garaje. Continúo corriendo por densos callejones silenciosos y vacíos de gente escaneando cada grieta y espacio para esconderme.
Veo un acantilado cerca de lo que parece un océano. Giro en esa dirección. De repente se me une un joven. Estamos a punto de brincar un cerco de alambre de púas ondulado y perezoso junto a un acantilado. Un soldado de repente aparece. Nos ve y rápidamente corre en nuestra dirección. Saca una granada de su uniforme verde olivo. Nuestra energía cinética nos detiene frente a frente con él. Estamos cara a cara con el enemigo. Grito “compañero”, extiendo los brazos en señal de súplica. El silencio nos envuelve. Su rostro y sus ojos se remodelan. Ya no lleva la mirada de la muerte o la venganza. Nos reconocemos con palabras tranquilas, regresa la granada en su bolsa y le envía un mensaje a su equipo: “¡Todo está bien!”. El soldado emprende el camino de regreso por el acantilado arenoso. Tanto el joven como yo giramos en la otra dirección y volvemos corriendo a la ciudad y nos abrimos paso entre calles llenas de humo con un fuerte y penetrante olor a azufre y muerte.
Encontramos un viejo taller abandonado con herramientas esparcidas sobre un piso de tierra y ventanas rotas. Entramos corriendo y nos tiramos al suelo. Me escondo detrás de dos tanques de gas acetileno. A mi lado hay una vieja careta de soldar. Le falta su lente protectora oscura. Levanto la careta de soldador y me la pongo como una máscara de luchador. Intento reducir la visión del mundo que vivo en carne propia a través de este espacio rectangular. No hay nada a la vista excepto escombros de piedras grises y destrucción. Nada que soldar ni construir. Estoy ciego a cualquier punto de referencia que proporcione algún sentido de dirección. Mi adrenalina se está disipando, mis manos empiezan a temblar y mis piernas tambalean. ¡Me he quedado sordo! Ya no puedo oír las explosiones lejanas y cercanas, ni el tintineo de las balas asesinas que vuelan por los cuerpos de los inocentes. Me siento perdido y desorientado.
Refugiado detrás de dos tanques de acetileno el miedo se evapora lentamente. Comienzo a sentir una acumulación de ira. Una lágrima de protesta rueda por mi mejilla. Mis mandíbulas se aprietan como una pinza. Exprimo entre los dientes: ¡Cobardes! ¡Cobardes! ¡Cobardes! Resuena dentro de mi corazón como una campana de iglesia, fuertes y vibrantes choques de acero. Una piedra del tamaño de una pelota de béisbol tirada en el suelo me susurra: co-bar-des. Giro hacia esta piedra cansada y vuelo escuchar: co-bar-des. Al unísono repetimos, la piedra y yo, los dos: ¡cobardes! Nos acercamos el uno al otro. Nos unimos, un puño apretado y una piedra fría y enojada. Cobardes vuelven a doblar.
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Jimmy Centeno, escritor y artista mexicano-estadunidense.