MEMORIAL DE SABORES EN LA COMIDA ÑHÄHÑÚ / 327 — ojarasca Ojarasca
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MEMORIAL DE SABORES EN LA COMIDA ÑHÄHÑÚ / 327

MARGARITA PÉREZ LEÓN, CIRILA PÉREZ LEÓN, VIKI LEÓN, MARGARITA LEÓN

La memoria construida entre todas nos lleva a la sabiduría, la sabiduría nos permite disfrutar los sinsabores, los consabores, lo amargo, los otros tantos sabores, lo dulce de las recetas de la vida que el tiempo guardará para siempre en la cocina de nuestra casa

Este recetario es una construcción autobiográfica colectiva a una sola voz; las reflexiones de cuatro mujeres que intentan reconstruir su historia a partir de los recuerdos que cada una tiene de los sabores de la comida. El proceso de la preparación y la historia que se inicia junto al fogón de nuestra casa se nutre de nuestro imaginario y va más allá del acto de comer. Es un recetario que se desprende de una historia familiar desde diferentes ángulos, que intenta atraer un pasado cargado de significados simbólicos, emocionales, de tal manera que para la elaboración de nuestro recetario partimos de la idea de que la comida y el acto de comer son más que alimentarse. La cocina es el espacio que guarda un conocimiento vital: la alimentación y el lugar de encuentro, de pensamientos, de decisiones y de relaciones; ahí se encuentra el calor, el sustento vital y la esperanza.

En este sentido este recetario contiene las historias que nos acompañan en la vida cotidiana y con los alimentos que nutren ese cotidiano traemos los ingredientes del pasado que nos construyeron para poder saborear el presente, para recordar quiénes somos. Buscamos en los recuerdos y en los sueños, para estructurar el esbozo de un pasado común visto desde cuatro miradas que se separaron, se desencontraron y finalmente ahora se abrazan en una sola voz. Una voz de simbolismos y recuerdos armados nuevamente en una dolorosa pero necesaria búsqueda para unir las piezas de una vasija que en algún momento se rompió. Una búsqueda en los sinsabores de la vida aderezada por la migración, la tragedia y la espera constante; una historia condimentada con el tiempo, y de postre, las distintas perspectivas que la memoria nos permite.

Esta memoria se fragmenta y se reacomoda, nos brinda la posibilidad de unir las piezas de nuestro pasado y presente que transfigura las emociones: sensaciones, voces, olores, sonidos, texturas, paisajes, historias, juegos, risas, soledades y formas de interpretar los sucesos.

En el Valle del Mezquital es difícil sobrevivir, el rostro se llena de arrugas prematuras por la exposición a los rayos del sol, pero a pesar de todo somos capaces de mirarnos entre nosotras y reconocernos.

Nuestra casa estaba en medio de terrenos donde se sembraba maíz y alfalfa y enfrente pasaba un canal de aguas negras que dividía el camino de terracería principal que llevaba al Mezquital, el poblado más cercano. Antes de que se construyeran los canales y que esa zona se abasteciera de las aguas negras provenientes de la Ciudad de México, las siembras eran de temporal, dependíamos de las lluvias: muy pocas veces se lograba el maíz, así que el alimento escaseaba aún más. Las abuelas cuentan que a causa de esto muchas veces hacían atole de pulque para que niñas y niños resistiéramos el hambre. Desde que se implementó el sistema de riego con aguas negras, ahora casi todo el año se puede sembrar y producir alimento, pero sobre todo se siembra la milpa, de donde se obtiene principalmente el maíz.

Nuestra casa era muy pequeña, la cocina era de penca con techo de quiote y a veces de pirul; si la situación económica lo permitía, se ponían cartones sobrepuestos para resistir la temporada de lluvia. El piso era de tierra. La habitación estaba construida de adobe, con techo de quiote y láminas de metal y cartón; el piso era de tierra y había algunas cajas de cartón con nuestra ropa, y una cama grande hecha de quiote con un petate o ropa en desuso. Mi madre también hacía sábanas y almohadas con esa ropa.

En la cocina había una mesa pequeña con bancos de madera; el fogón estaba en alto, construido de lodo y piedra. También había una repisa de madera donde se apilaban los pocos trastos que teníamos.

 

EL FOGÓN

El olor a humo predomina en la cocina, se impregna en el cabello y en las uñas. El humo se mete por los ojos y lloras porque lloras. Nunca me gustó oler a humo, aunque es el olor más extraordinario que existe. Según el tipo de leña que uses es el humo: a veces es muy abundante y sofocante y a veces, si la leña está bien seca, apenas y se percibe. Lo bueno del humo es que es señal de vida. Cuando vas por el camino y a lo lejos miras una casa de donde sale humo deslizándose hacia el cielo como una serpiente, te das cuenta de que ahí hay alguien, ahí hay calor, comida y olores.

Hace mucho tiempo y aún ahora, algunas mujeres entierran un trozo de brasa en el fogón y lo cubren con ceniza para conservarlo a falta de cerillos; en otras cocinas el fogón se mantiene encendido eternamente.

En nuestra casa siempre volvíamos a encender el fuego por la mañana después de ir por leña al monte o a la milpa; a veces eran pencas secas de maguey que cortábamos hábilmente con un machete, a veces nos subíamos a los mezquites y trozábamos las ramas secas, otras veces juntábamos los restos de garambullos secos o ramas de pirul. También usábamos los olotes que quedan después de desgranar las mazorcas de maíz, incluso usamos botellas de plástico de dos litros.

El fogón es señal de vida y de que en esa casa habrá algo para llevarse a la boca. En nuestro recetario todo el tiempo pensamos en el fogón, que también sirve para calentar nuestros cuerpos y nuestras esperanzas en los tiempos de frío, ¡o hasta para contar historias de terror!

 

LAS RECETAS

Nota aclaratoria

Las recetas están descritas como la memoria nos permite recordarlas, la mayoría de ellas las hacíamos de niñas. Cuando comenzamos a reunirnos para hablar y escribir sobre nuestros recuerdos de algunas recetas y lo que aconteció en torno a ellas y nuestra emocionalidad, queríamos cocinarlas para anotar el tiempo de cocción y cantidades, es decir, queríamos que fueran precisas como las recetas convencionales, pero decidimos hacerlas sólo tal como las recordamos. Además en general es así como se cocinaba en casa y así lo seguimos haciendo, “al gusto” y “con lo que hay”, con una o dos pizcas de sal, con manojos que no sabemos cuánto pesan, con cantidades que no son exactas y que calculamos. Aprendimos observando, echando a perder, quemando, experimentando y mezclando de acuerdo con lo que teníamos; a veces nuestra comida estaba muy salada, a veces no alcanzaba o sobraba y, sobre todo, dependía de los ingredientes que hubiera en casa para su preparación. Mi prima Keli, que creció al lado nuestro como una hermana, hizo una sopa de pasta sustituyendo los jitomates por xoconostles, se sorprenderán de lo rica que es esa sopa.

Respecto a los utensilios, puedes usar, en lugar de molcajete y el metate, la licuadora, en lugar del fogón, la estufa; puedes comprar masa de la tortillería y hacer tus tortillas en un sartén o comal de estufa. Las prensas para tortillas se venden algunas veces en los tianguis o mercados populares; casi todos los ingredientes los puedes encontrar en los mercados y tianguis sobre todo en la zona del centro de México, incluso en California hemos encontrado; también puedes encontrar a algunas mujeres que venden quelites en las banquetas o pequeños puestos en la calle, sobre todo en colonias o barrios populares en la Ciudad de México, y en el estado de Hidalgo pasa algo similar.

Los gustos y las memorias son diversos, son cambiantes. Este recetario no pretende idealizar la comida de nuestra región y lo que gira en torno a ella. Hay circunstancias en torno a nuestra cocina que valdría mucho observar. Nuestra abuela paterna murió hace algunos años, debido al enfisema pulmonar que le ocasionó estar toda su corta vida agachada soplándole a su fogón. Recientemente doña Francisca, una mujer muy cercana a nosotras, nos mostró su fogón y vimos con alegría que está construido de manera que no tiene que agacharse para cocinar a atizar el fuego, y tiene una especie de chimenea que desfoga el humo hacia afuera de su casa. La construyó debido a que ella, al igual que nuestra abuela, sufre fuertes dolores y mucha tos porque sus pulmones ya están dañados por el humo.

Actualmente, en donde nos encontremos, ya sea en el pueblo, en la Ciudad de México o en California, preparamos nuestras recetas de manera distinta, de acuerdo con las condiciones, la temporada, los ingredientes, utensilios e incluso a nuestro estado de ánimo. Ya no tenemos fogón, pero tenemos estufa, tenemos nuestro molcajete y algunas veces usamos la licuadora para apresurar la hora de la comida; a veces llevamos tortillas del pueblo a nuestras casas de la ciudad, cuando no se puede compramos tortillas en la tortillería de la esquina en Santo Domingo, Coyoacán, o con la señora que viene de Milpa Alta a vender sus tortillas hechas a mano. Cuando vamos a California, llevamos de todo un poco: tortillas, tlacoyos, salsas de chinicuil, de gusano de mezquite, etcétera.

Hay algunas recetas que tal vez serán difíciles de elaborar, otras quizá no se puedan hacer o salgan mal por el procedimiento, algunas tal vez ni siquiera den ganas de cocinarlas, ¿cocinar y comer es siempre un acto agradable o bueno?

Hay comidas que nunca podremos volver a saborear, hay otros guisos que no deseamos recordar para mantener la tranquilidad en nuestros corazones, pero todas las recetas que les hemos compartido con mucha emoción son aquellas que pueden probar, intentar cocinar, y saborear un poco de nuestra historia.

 

RECETAS DEL VALLE DEL MEZQUITAL

MALVAS CON SALSA DE XOCONOSTLE

La olla verde

Mi padre solía llevar los quelites muy temprano. El terreno con el maíz espigando, el aroma tenue y esperanzador del agua negra, los juguetes que traía consigo. La siembra era una fiesta y el canal de aguas negras era una pasarela de juguetes. Nos empinábamos a la orilla del canal para escoger carritos, muñecas, tacitas, jarritas, platitos, para completar el juego de té y jugar a las muchachas. Tomábamos el té (agua tibia de la llave o café de olla) con el meñique levantado e inventábamos historias de viajes, compras, profesiones y vidas.

Malvas frescas, cebolla, ajo y salsa con xoconostle, una delicia que se me hace agua en la memoria. Las malvas son un tipo de quelite en forma de flor, son verdes y suelen comerse como sopa: recuerdo que mi madre tenía una olla especial para los quelites, era negra por fuera y verde por dentro.

Primero, mamá lavaba muy bien las malvas a las que previamente les había quitado el tallo, dejando sólo la hoja. En el fogón ya había una olla con agua hirviendo, un diente de ajo o pedazos de cebolla (se le agrega ajo y cebolla al gusto, dependiendo de la cantidad de malvas, pero en este caso algunas veces no había cebolla); curiosamente ella casi no usaba el cuchillo para partir la cebolla, la cortaba con sus dedos para racionar muy bien. Echaba sal suficiente y agregaba las malvas limpias a la olla.

Habitualmente mamá iba al molino muy temprano y regresaba a hacer tortillas; en el mismo comal ella ponía a asar chiles de árbol y xoconostle, mi papá siempre preparó la salsa. Yo pensaba que el molcajete era muy pequeño para una familia tan numerosa.

Servían malvas en un plato para sopa, pero curiosamente nunca comíamos el caldo. Al menos nosotras las pequeñas lo dejábamos siempre. Recuerdo que mi madre siempre era la última en servirse de comer y lo hacía en el molcajete para así aprovechar la salsa que quedaba en los poros de la piedra.

 

INGREDIENTES

Un manojo de malvas frescas (en el mercado regularmente se venden por manojos, o si se juntan de la milpa, es al gusto)

3 xoconostles

10 chiles de árbol

3 dientes de ajo

1⁄4 de cebolla

Sal al gusto

 

UTENSILIOS

Olla mediana

Cucharón de madera

Molcajete Comal

 

PREPARACIÓN

Poner a hervir los ajos y la cebolla en una olla mediana con 3⁄4 de agua.

Cortar el tallo de las malvas y lavarlas.

Agregar a la olla con ajo y cebolla, junto con la sal y dejar hervir durante 20 minutos. Cortar el xoconostle, sin pelar, a la mitad para extraer la tuna. Poner los chiles de árbol, el ajo y los xoconostles en el comal para asarlos. Los chiles adquieren un color marrón cuando ya están listos, el xoconostle debe estar suave y de color casi olivo, cuando ya está listo pierde el color rosa o rojizo, el ajo cuando está listo adquiere un color café. El chile no debe quemarse porque se amarga la salsa. Para preparar la salsa en el molcajete normalmente se muele primero el ajo previamente asado en el comal, seguir con los chiles y al final incorporar los xoconostles.

Para aprovechar al máximo la salsa, se puede utilizar el molcajete como un plato.

 

SALSA DE CALABAZA

Un gustito

Decía él: “mamita, lávate unos chiles verdes, voy a la milpa a traer una calabaza y vamos a hacer una salsita bien rica”.

Yo corría porque sabía que decía la verdad, estaba segura de que me encantaría. Él, con la calma que le caracterizaba, llegaba de la milpa con una calabaza semi madura, la lavaba muy bien y ya con el fogón listo muy caliente enterrábamos los ingredientes: la calabaza, los 10 chiles verdes, un ajo grande, un cuarto de cebolla chica, todo se cubre con las brasas, lo dejamos cocer hasta que el ajo esté dorado igual que la cebolla y a los chiles se les despegue la piel, la calabaza se deja 25 minutos aproximadamente.

Con una cuchara se raspa la calabaza para obtener sólo la pulpa, en un molcajete se muelen primero los chiles, el ajo y el cuarto de cebolla. Una vez molidos se agrega poco a poco la pulpa de la calabaza y también se muele, en este momento se agrega agua y sal al gusto.

 

INGREDIENTES

Una calabaza semi madura mediana

10 chiles verdes (al gusto, a mí me gusta muy picoso)

Un diente de ajo

1⁄4 de cebolla chica

Sal al gusto

 

UTENSILIOS

Molcajete Una cuchara Lo comíamos directo del molcajete, con tortillas que también calentábamos en las brasas. Era un gustito muy rico, una complicidad, solíamos acompañar la salsita con pulque que él mismo raspaba o compraba con algún vecino del pueblo.

Aquí mi infancia y sus complejidades, sus bondades, mi hambre por conocer y explorar la vida del mundo y el infinito e incondicional amor a mis hermanos y hermanas me han convertido en la mujer fuerte que soy ahora: la niña que empuñó una escopeta para que el ratero se largara por donde vino, la niña que a sus seis años se paró frente a su padre y le dijo que no le pegara más a su madre, la que evitó que tío Genaro (mi querido tío, único hermano de mi mamá) matara a papá durante el velorio de mi madre, pues lo culpaba de su muerte. Ella soy yo, soy ella, soy todas las raíces de mujer. Soy Brígida, Bartola, Margarita, Hermelinda, Vicenta, Delfina, Magdalena, Ricarda, Cirila, Adelina, Ana, María, Xuxu. Cuando logré recordar sus nombres amarrados a mi historia y a nuestras memorias, recuperé también las historias de ellas, para reconocerme, reconocerlas para mirarnos a los ojos y reconocer nuestro tiempo, sus ingredientes, sus huellas, la breve distancia que nos hace una voz, un pensamiento, una emoción, un corazón.

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Margarita León (María Isabel Pérez León), poeta e investigadora ñhähñú, originaria como sus hermanas de Santiago de Anaya en el Valle del Mezquital, Hidalgo, tomó como nombre de pluma el de su madre, aunque fallecida, también autora de este recetario, junto a sus hermanas Viki y Cirila: Ingrediente del tiempo. Recetario de una vida, próximo a publicarse por la Universidad Autónoma Metropolitana.

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