PERÚ: DE LA CRISIS AL COLAPSO DEMOCRÁTICO
El colapso democrático entendido como la falta de garantías para el funcionamiento de una democracia liberal, en el Perú del 2024, es una realidad. El 7 de diciembre del 2022 fue el inicio de un espiral de violencia que generó una ruptura democrática con la deriva autoritaria que no ha cesado. Tras el burdo golpe de Estado de Pedro Castillo, asumía la presidencia su sucesora constitucional, Dina Boluarte, quien unos meses antes confabulaba con la oposición fujimorista para hacerse con el poder; el torpe golpe fue el momento propicio para legitimar la vacancia exprés, anhelada durante meses por la oposición ultraconservadora (antes hubo dos intentos de vacancia), allanando el camino al Congreso en busca del control autoritario de las instituciones.
Imponer su diatriba le costó al actual régimen más de 1327 protestas en todo el territorio nacional durante poco menos de tres meses, principalmente en zonas urbanas marginales y rurales indígenas del centro y sur andino. Su saldo fue de unas 60 víctimas, de las cuales 49 fueron presuntos asesinatos por “la respuesta del Estado caracterizada por uso desproporcionado, indiscriminado y letal de la fuerza” (policía y fuerzas armadas) cuyo epicentro fueron las ciudades de Andahuaylas, Ayacucho, y Juliaca (35 muertes); otras víctimas mortales y heridos también los hubo en Arequipa, Cusco, Ica, Junín, Lima, La Libertad. El informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) concluye además que en algunos casos “pudo haber ejecuciones extrajudiciales e incluso masacres”.
Nada justifica el uso de la fuerza asesina contra ciudadanos por parte del Estado; en esa suma de momentos de violaciones de derechos fundamentales se rompió la democracia y dejó ver las fauces de una sociedad fracturada, donde viejos enfrentamientos resurgían como fantasmas: blancos versus indios, criollos contra andinos, centro versus periferia, con sus variaciones actuales encarnadas en el gobierno: mestizos que asumen una blanquitud tradicionalmente autoritaria. En condiciones idóneas para relatos contradictorios, noticias falsas y teorías de la conspiración, un espacio árido para el fortalecimiento de la extrema derecha. Esto imposibilita entender por ejemplo que una de las razones de las protestas fue simplemente la “defensa del voto”, de esas mismas personas que si bien eligieron a un profesor rural, buena parte de ellas no estaban satisfechas con el calamitoso desempeño de su gobierno (61% de desaprobación en noviembre 2022, IEP). A pesar de eso, salieron a protestar no sólo en defensa de su voto, sino de las reglas democráticas. Sin embargo, no hubo puentes para entender esa razón.
Los informes de derechos humanos de la CIDH, así como de instituciones independientes sólo corroboran lo que se vio en las movilizaciones replicadas por las redes sociales: derramamiento de sangre, “una fuerte tensión entre Lima y las regiones, especialmente al sur del país donde predomina la población indígena y campesina”; la constatación del “deterioro del debate público con una fuerte estigmatización étnico-racial”, la perorata de estigmatizar a personas que protestaban como “terroristas”, “terrucos” o “indios” (CIDH, op.cit.) y por supuesto la necesidad urgente de esclarecer los hechos con atención y reparación a las víctimas bajo un enfoque étnico-racial. No en vano, según el informe de Amnistía Internacional, el 80% de personas asesinadas podían identificarse como parte de una comunidad campesina o pueblo indígena; el mismo 80% que significó las víctimas mortales (69 mil) en la época de violencia política del conflicto armado interno.
CONTINUIDAD COLONIAL
Domingo de Santo Tomás era un fraile español que defendía a los “indios” frente a los abusos españoles. Este fraile cuenta que alguna vez tuvo esta conversación con un cacique anónimo a treinta años de la captura de Atahualpa. Mientras caminaba por un pueblo indígena en las alturas de la sierra, Santo Tomás intercambió algunas palabras con un señor: “Preguntando una vez en una provincia determinada a un cacique si era cristiano, me dijo: ‘todavía no, pero estoy empezando a serlo’ y cuando le pregunte qué sabía de ser cristiano, me dijo: ‘Sé jurar por Dios, juego un poco de cartas, y estoy empezando a robar’”.
Esta respuesta del cacique trajo discusiones desde distintos actores y momentos de la historia. Para varios de nosotros el cacique plantea una respuesta irónica e hilarante. Para el fraile (amigo de los “indios”) fue prueba de que no tenían capacidad de entender lo que significaba ser cristiano. Estaba claro que los indios no tenían “alma” y peor aún conciencia. Para otros, los indios eran seres abyectos, malas personas y en la continuidad colonial republicana se ignoran sus demandas; en todos los tiempos y etapas la constante es atribuir al otro una limitada capacidad de entendimiento. Quinientos años después se expresan de otra manera cuando Dina Boluarte manifiesta “no entender por qué la gente protesta” (en Puno), negando la agencia indígena reiteradas veces.
Se vuelve aún más confuso cuando se escucha a la presidenta Boluarte dirigirle a la población enardecida, desde su “identidad” provinciana y en idioma quechua, un discurso desde la blanquitud y utilizando la retórica vacía de la diversidad cultural. Antes del descalabro institucional en el que nos encontramos, el doble discurso intercultural siempre estuvo presente, cuando por ejemplo se realza la riqueza de contar con 48 idiomas reconocidos, sin mencionar que 21 están en peligro de extinción, que cada año se recorta presupuesto para la educación intercultural bilingüe, o cuando se menciona que San Juan de Lurigancho es el distrito con mayor número de quechuahablantes, pero ninguna institución pública tiene funcionarios que atiendan en quechua en dicho distrito. Incluso en territorios alejados, mayoritariamente indígenas, no se habla en las instituciones un idioma que no sea el castellano.
La historia del colonialismo es inabarcable. Y su factor común es que los pueblos campesino-indígenas y originarios son invisibles, no tienen voz ni voto, y cuando lo tienen se dice que no se les entiende. Los últimos veinte años de neoliberalismo no ha sido la excepción, aunque podemos advertir hitos importantes en la implementación de políticas del reconocimiento (mal llamadas políticas interculturales). No hay que perder de vista que éstas siempre llegaron tras el ejercicio del derecho a la protesta, ante vulneraciones de derechos individuales y colectivos, basados en una continuidad neocolonial del Estado. Lo cierto es que esos pequeños cambios institucionales hoy se están desmantelando.
LAS PUERTAS DEL COLAPSO
Estamos en 2018. Martín Vizcarra, sucesor constitucional, asume la presidencia, en medio de acusaciones de confabular con el fujimorismo para la caída de Pedro Pablo Kuczynski. El mismo modus operandi de la oposición también para el caso del gobierno de Boluarte, con la diferencia de que Vizcarra no se supeditó a Fuerza Popular, lo que generó una confrontación beligerante que siguió debilitando la institucionalidad democrática y la división de poderes. La crisis se profundiza con la disolución del Congreso y unos meses después la vacancia presidencial con la consecuente toma del poder por cinco días de Manuel Merino (2020), hasta el gobierno de transición de Francisco Sagasti que duró ocho meses y que fue principalmente una etapa pre-electoral. Es importante notar que la descomposición institucional es paulatina durante más de una década (2009- 2021), los temas relativos a una agenda de derechos pasan a un segundo plano. En específico la agenda intercultural en cada gobierno se va diluyendo, hasta que emergen voces políticas que cuestionan avances en derechos e interculturalidad.
En medio de ello la pandemia de COVID-19 nos llevó al colapso del sistema social y de salud, prácticamente inexistente en el Perú neoliberal, tanto así que nos convirtió en el país con la tasa más alta de mortandad por cada cien mil habitantes registrada en el mundo: 221 mil 583 peruanos y peruanas. El desastre sanitario fue una auténtica catástrofe de la que aún no se ha reflexionado de forma suficiente. Los pueblos indígenas quedaron solos frente al virus, sin capacidad mínima de apoyo de las redes del Estado y las pocas que hubo fueron vectores de contagio. Las medidas de autoprotección de las comunidades lograron que no se arrasara con poblaciones enteras. Lo cierto es que el abandono del Estado a los pueblos originarios fue presente en toda la etapa republicana.
La pandemia trajo un panorama desolador. El Estado prácticamente había desaparecido de las zonas rurales, la contracción institucional y ausencia de funcionarios era evidente. Este fue el mejor escenario para el avance de las economías ilícitas (tráfico de tierras, tala, minería ilegal y narcotráfico) que rápidamente se hicieron notar al ejercer violencia en los territorios aledaños o superpuestos a comunidades nativas y campesinas. En abril del 2020 asesinaban al primer líder indígena en pandemia Arbildo Meléndez, Apu del pueblo indígena Kakataibo, y en pocos meses, varias partes de la Amazonía se convertían en un escenario de disputa con el crimen organizado. Hasta la actualidad se contabilizan alrededor de 25 líderes indígenas amazónicos asesinados en cuatro años.
SIN DERECHOS, SIN DEMOCRACIA
El gobierno de Pedro Castillo en su discurso inaugural del 2021 planteó la promesa de “interculturalizar el Estado”, pero después de 16 meses de gobierno se pudo constatar que no existió ni voluntad política, ni capacidad técnica para empezar a interculturalizar ni siquiera al mismo sector. Un año después en su último discurso a la nación, Castillo dedicó dos líneas para rendir cuentas sobre la situación de los pueblos indígenas, señalando como avances la vacunación contra la COVID-19 y la aprobación de la política nacional del pueblo afroperuano, cuestiones abordadas desde gestiones anteriores. Ciertamente en medio de un año de obstrucción política de la oposición y noticias falsas de la prensa, no se puede soslayar que su triunfo electoral fue épico por las condiciones adversas y simbólica por lo que representó a sectores históricamente desfavorecidos, entre ellos los pueblos indígenas, pero esto no lo podrá eximir de su irresponsabilidad populista, que finalmente significó su gobierno y su aporte al colapso democrático que se vive hoy.
Queda pendiente reflexionar sobre un mandato que constituyó los momentos de más alta virulencia racista, nunca vista hacia el representante máximo del Estado, porque después de su caída se impuso el relato de los “vencedores” y quedaron en el olvido los ataques racistas. ¿Hay mayor ejemplo para deslegitimar una república? Uno de los principales objetivos del régimen de Boluarte sigue siendo diferenciarse del gobierno de Castillo y con ello están vedadas por supuesto políticas antirracistas. No habrá respuestas a esa tara atávica que nos persigue por doscientos años de república. En algún momento de la rebelión de Juan Bustamante (Huancané, 1867-68), éste se preguntaba si era posible “llevar la república hasta el interior andino, cuando lo único que conoce la gran masa campesina es la rapacidad de los mistis-autoridades, los padecimientos en el ejercicio y el sinfín de humillaciones ocurridas bajo la tutela del blanco”. Más de 150 años después, parece no haber una respuesta, hoy en medio del colapso democrático nos preguntamos si acaso debemos dejar de ver la república como el único horizonte.
El actual régimen de Boluarte y el fujimorismo nos lleva indefectiblemente a una dictadura, a cambio de su impunidad por el aniquilamiento a campesinos e indígenas durante las protestas. Es cierto también que la gente que hoy gobierna no serán los protagonistas. No en vano entregaron la agenda política a los que perdieron las elecciones, y sus operadores políticos (congresistas fujimoristas) que han sabido capturar al Tribunal Constitucional, la Defensoría del Pueblo y van tras el control del Ministerio Público y la Junta Nacional de Justicia, todo hecho con el 93% de desaprobación ciudadana.
Es probable que el Ejecutivo de Boluarte y el Congreso mayoritariamente fujimorista tendrán que asumir su responsabilidad por renunciar a su deber constitucional de defender la institucionalidad democrática, mientras tanto a la ciudadanía organizada nos queda defender lo poco que queda de la institucionalidad. Queda también la desobediencia civil establecida en la Constitución, y seguir apelando a renovar la fe cívica, reconstruir la confianza en la política y no perder nuestras convicciones democráticas, porque lo otro sólo significa violencia, hambre y miseria para todos los peruanos.
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LUIS A. HALLAZI MÉNDEZ es abogado y politólogo, investigador del IBC y docente universitario.