¿A DÓNDE VAN LOS PUEBLOS ORIGINARIOS? / 329
En la coyuntura de un fin sexenal significativo para la experiencia política del país, marcado por una polarización ideológica estridente y no siempre sensata, y un caudal de sufragios que cimienta una evidente mayoría partidaria, se necesitan reflexiones críticas, no sólo recuentos apologéticos. En medio del triunfalismo oficial, no ha sido fácil la relación del régimen con los movimientos sociales, que la formalidad partidaria desestima y la derecha teme hoy como siempre.
Nada será suficiente para negar el impacto y la importancia ciudadana de las protestas feministas recientes; de las propuestas, protestas y acciones prácticas de los defensores del territorio y el medio ambiente; el incesante clamor nacional por los desaparecidos, los feminicidios y la vida en zozobra que causan los grupos criminales en nuestras dos fronteras y el país comprendido entre ellas. Quizás no rebosan plazas ni atiborran urnas, mas ello no impide que tengan razón, aunque irriten o desentonen. Hablan y luchan desde la realidad, independientemente de su tamaño o su utilidad propagandística.
El amplio espectro cultural y social de los movimientos indígenas, a veces no más grandes que una comunidad o una pequeña región, ha generado vida y resistencia ante los embates del desarrollismo y el extractivismo capitalista. Como reconocen diversos comentaristas (algunos de ellos en este número de Ojarasca), el gobierno actual ha contado con el respaldo de muchísimas organizaciones y comunidades (ciertamente no todas) que se reconocen como indígenas.
La relevancia histórica conquistada por éstos en las últimas décadas no fue ignorada por el actual gobierno. Todo lo contrario, colocó “lo indígena” (casi siempre asociándolo con “los pobres”) en el centro de su discurso y sus acciones sociales mediante programas asistencialistas y productivistas no siempre innocuos, grandes obras de comunicación e infraestructura en sus territorios, destacadamente los megaproyectos, que en su carácter mega rebasan con mucho los intereses, necesidades y anhelos de las comunidades originarias, estelares en el discurso y las imágenes, pero accesorias a la hora de tomar decisiones.
Para empezar, anatema son las demandas autonómicas en Chiapas, Michoacán, Guerrero u otras entidades, incluso en la inexactamente llamada Ciudad de México, pues una parte de ella, por increíble que parezca, aún no es “ciudad”, y cuando menos en Milpa Alta nunca lo será.
Las reformas y organismos creados en torno a estos pueblos y su dispersión migrante se elaboran bajo un riguroso “control de daños” para el centralismo recargado del régimen. De ahí sus limitaciones en la escala de lo real. Hace seis años echó a andar un no admitido retorno al viejo indigenismo gubernamental, con reeditados mecanismos de integración y control; tuvo tropiezos innegables más allá de lo simbólico, como lo es el simple hecho de que el Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (el nuevo INI) fue expulsado de su edificio sede en la capital del país, al ser ocupado por un colectivo otomí perteneciente al Congreso Nacional Indígena, que no es “oposición” al neoindigenismo, sino alternativa independiente.
¿Qué tan cooptado está el vagamente llamado movimiento indígena? Los pueblos ¿están emancipados o reclutados, liberados o catalogados, en la esencia de la Nación o sólo para dar lustre y ornato al discurso nacionalista en boga?.
Septiembre de 2024, a diez años de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa: hasta encontrarlos.