SK’AK’ALIL AYAN LI AK’OBALE / EL ORIGEN DE LA NOCHE
(https://www.culturaspopulareseindigenas.gob.mx/pdf/2022/libros/El%20origen%20de%20la%20noche_PN_2023_web.pdf), donde Mikel Ruiz recrea sin piedad la tragedia de Acteal en diciembre de 1997. Aquí escuchamos la voz del asesino, el que desprecia a los “insectos” (es decir la organización Las Abejas) en nombre del mismo Dios al que rezan sus inminentes víctimas. El personaje llamado Pablo Ak’obal se asume instrumento de la ira y el odio de Dios: su “enviado mortífero”.
Yo, Pablo Ak’obal,
aquí estoy, señor.
Yo, Pablo Ak’obal,
no tendré piedad, señor.
Yo, Pablo Ak’obal,
acabaré con los insectos, señor.
Yo, Pablo Ak’obal,
limpiaré tu reino de los pukujetik, señor; son ellos los que infectan la sangre,
los que contaminan los sueños,
los que angustian el corazón de tus hijos; los que supuran tus heridas,
los que laceran tus llagas.
Óyeme, señor,
nadie puede vivir en paz
si las abejas zumban con sus rezos en el silencio de la noche. Escúchame, señor,
nadie puede caminar en paz si las luciérnagas se atraviesan con sus lucecitas de cera. Óyeme, señor,
nadie puede respirar en paz
si las moscas apestan el aire
con el polen de su mierda. Escúchame, señor,
nadie puede dormir en paz
si los grillos interrumpen el sueño con sus alabanzas fúnebres.
Los insectos deben morir por tu bien, señor. No tengas piedad de ellos,
los insectos son maleza.
No tengas piedad de ellos,
los insectos son podredumbre. No tengas piedad de ellos,
los insectos son intrusos.
No tengas piedad de ellos,
los insectos no merecen vivir. Yo, Pablo Ak’obal,
soy tu hijo destructor. Yo, Pablo Ak’obal,
soy tu enviado mortífero. Yo, Pablo Ak’obal,
soy tu mercenario vengativo.
Tus órdenes las obedezco al pie de la letra.
Porque es tu voluntad que yo limpie la maleza con mi machete;
porque es tu voluntad que yo entierre
la podredumbre;
porque es tu voluntad
que yo acalle a los intrusos con mis balas; porque es tu voluntad que yo me manche las manos de sangre.
No ruegues por ellos, señor. Los insectos no son puros,
los insectos no tienen gracia.
No ruegues por ellos, señor.
Los insectos no son castos,
los insectos copulan con su madre.
No ruegues por ellos, señor.
Los insectos nunca fueron amables,
los insectos nunca te admiraron.
No ruegues por ellos, señor:
yo purificaré tu sangre,
yo purificaré tu camino,
yo purificaré tu palabra.
No ruegues por ellos, señor,
hoy me encargaré de ellos,
hoy ejecutaré tu mandato,
hoy es
el día
del juicio.
Yo, Pablo Ak’obal, permanezco de pie en la puerta del templo presbiteriano de Pech’ikil, levanto la vista al cielo, ninguna estrella se asoma entre las nubes. La niebla inunda la ladera; es diciembre, el viento fresco sopla entre los árboles. Inhalo aire por la nariz, lo retengo en los pulmones: uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos y lo expulso.
Miro mi reloj de la mano izquierda: las cuatro de la madrugada. Debo ganarle a la noche, esa masa inmensa de oscuridad dueña del valle, del ulular de los búhos. Nadie puede hacerme avanzar o retroceder entre la neblina que lentamente se posa encima de los cafetales con su olor a cerezos maduros, rojos, listos para cortarse.
Falta un par de horas para que amanezca. La luz amarillenta del foco colgado en la esquina del templo me ayuda a ver a las mujeres que están sentadas sobre el césped del amplio patio, donde cocinan para alimentar a mis hombres; porque yo los preparé durante meses, y hoy tienen que comer muy bien. Hoy es la fecha fatal: veintidós de diciembre, el día en que una vez me fui de este pueblo.
Tenía quince años cuando huí de Tsajaluk’um con mis padres y mis dos hermanos: Juan y Nicolás. Un mes antes de irnos, mis padres decidieron ingresar a la Iglesia presbiteriana del paraje. Carmela, mi hermanita de tres años, última de cuatro hijos, y yo habíamos enfermado. Teníamos mucha fiebre, vómito y diarrea. Mis padres llamaron al señor Luna, ilol de unos cincuenta años, que vivía a orillas de la carretera, para que nos pulsara la sangre.
El hombre llegó al anochecer, solo, vestía su jerka negra y huaraches. Mi hermana y yo estábamos acostados en camastros separados. Dentro de la choza apenas nos iluminaba una vela. Mi padre le ofreció una silla ennegrecida por el humo. Se sentó frente a mí. Me pulsó por varios minutos la vena de la mano derecha y luego lo hizo con la izquierda. Repitió después el mismo procedimiento con Carmela. Al terminar de sentir la sangre de mi hermana, el ilol giró su silla frente a mi padre dejando al descubierto sus rodillas: Es brujería por envidia, dijo muy serio, necesitamos hacer un par de rezos, de lo contrario sus hijos morirán. Mis padres aceptaron sin dudarlo. Mis hermanos Juan y Nicolás, de trece y once años, fueron a comprar velas, veladoras, incienso, pox a la casa del mismo curandero abriéndose paso en la noche.
Cuando el hombre tuvo en sus manos lo que había pedido, inició su rezo frente al altar con tres filas de velas sembradas en el piso de tierra. Al poco rato de iniciar su plegaria, pidió a mi papá que le sirviera un poco de pox, acercó el vaso a sus labios y bebió de un trago el contenido. Mi padre sirvió otro poco, me dio a probar un sorbo, después se lo tomó todo. A Carmela no le ofrecieron, mi madre angustiada le limpiaba el vómito de la comisura de los labios.
Las llamas de las velas ardían incansablemente, el humo y el olor a incienso habían penetrado las paredes de madera de la casa, el techo de láminas de asbesto, la ropa y nuestra respiración. Mi hermana y yo dejamos de vomitar. La fiebre amainó. El curandero terminó de rezar casi a medianoche. Mi madre le tendió unas cobijas en el piso para que se durmiera.
Por la madrugada, el vómito y la diarrea de Carmela volvieron con mayor intensidad espantando a mis padres. El señor Luna se levantó aún ebrio a pulsarle la sangre de nuevo: Es por espanto, se cayó o alguien de ustedes la tiró, ahora el pukuj nos quiere ganar, pero no se asusten, otro rezo y verán cómo su hija mejora, dijo y pidió otro tanto de velas de distintos tamaños y colores. No bien amaneció, mi padre fue a traerlas de inmediato. Media hora después, con la botella de pox a un costado, el señor Luna inició su largo rezo.
Desde que el ilol identificó el espanto, mis padres nos miraron de reojo a mí y a mis hermanos. Pero ellos no imaginaban que Carmela se había caído por mi culpa. Aquella tarde, mi mamá me mandó a cuidarla; mi hermanita jugaba sobre un promontorio de tierra. Ella saltaba hacia mí y yo la atrapaba en el aire, luego volvía a subir con mi ayuda. Lo hicimos repetidas veces, nunca la vi divertirse tanto. Pero en una de esas, Carmela se mareó y se fue de espaldas. Corrí para sostenerla, pero no alcancé a sujetarla. Cayó rodando unos dos metros. Se quedó un momento en silencio, luego comenzó a llorar a gritos. Lo único que se me ocurrió fue llevarla a buscar guayabas. A ella le gustaban mucho. A partir de ese día comenzó a exaltarse por las noches; por miedo a que me regañaran no le dije a mi mamá lo sucedido.
El ilol, sin parar de rezar, alzó el vaso de cristal a la altura de su hombro. Mi papá entendió el mensaje y enseguida
lo llenó de pox. El señor Luna lo llevó directamente a sus labios; en ese momento me levanté del camastro, quería salir a orinar. El ilol me vio y detuvo el rezo: ¿A dónde vas?, me preguntó con sus ojos fijos en mí como si lo hubiera interrumpido. No supe qué contestar, su voz de mando me intimidó y me oriné en el pantalón. Estaba yo tan débil que no pude decirle nada al cabrón. El hombre me miró los pies descalzos. Ante la mirada incrédula de mi padre salí al patio. En el tendedero había un pantalón mío recién lavado. Tragando mi coraje y la vergüenza me cambié en silencio.
Regresé a mi camastro y me cubrí la cara con mi cobija. El señor Luna seguía con su canto monótono; luego hizo una pausa: ¿Quieren decirme si Carmela tuvo algún accidente? ¿Se cayó en alguna parte del camino? Su espanto es de tierra. Su ch’ulel está atrapado por el dueño de la tierra. El ilol nos miraba de uno en uno. Nadie hablaba. Yo sentía que no despegaba sus horribles ojos de mí, tenía una mirada de tecolote. ¿Cómo podía un borracho curar a un enfermo? ¿Cuánto ganaba este hombre si, además de rezar, nos mandaba a comprar las velas y el incienso a su propia casa con su mujer? ¿En verdad escuchaba nuestra sangre hablar? ¿Cómo le hacía para sacar el mensaje? Me abstuve de hacer preguntas, mis padres no me perdonarían el atrevimiento.
Carmela estaba cada vez más grave, ya no se levantaba ni lloraba. Mi madre le cambiaba el trapo que tenía debajo de su falda de manta azul por la diarrea; luego le empapaba los labios partidos, ensangrentados, con pozol. A mí me dolía mucho verla así, por ser el hijo mayor siempre la cargaba con el chal todas las mañanas cuando mi mamá hacía las tortillas.
El ilol había retomado su plegaria, su voz sonaba cada vez más errática. Hincado frente al altar, parecía que en cualquier momento se caería de lado. De pronto, mi madre soltó un grito que nos asustó a todos: ¡Mi hija, mi hija!, decía sollozando. Carmela dejó de respirar, mientras el señor Luna deliraba ebrio de pox. Mi padre, encabronado, lo sacó a patadas de la choza: ¡No me la curaste!, sólo te tomaste el pox; compré todo lo que me pediste, ¡tú no me la curaste!, le reclamaba.
El cabrón intentó disculparse, pero no podía ni tenerse en pie: Fue el pukuj, no me la quiso entregar, además alguien de ustedes sabía sobre su espanto y no dijo nada, balbuceó. Mi padre no lo quiso escuchar más: Ya lárgate a tu casa, ¡tú eres el pukuj!, le gritó. Mi madre tuvo que contener a mi padre, quizá pensando que era una falta de respeto acusar al curandero por la muerte de Carmela. Él era nuestro ilol de toda la vida. Tarde o temprano volveríamos a necesitar su servicio.
A mi hermanita la enterramos al amanecer en el panteón de mis abuelos, bajo la lluvia, le pusieron como mortaja su vieja y sucia cobija. Por el dinero gastado con el señor Luna, mi padre se quedó sin un peso; fue imposible comprar un ataúd. Era la única niña en la familia. Mi padre era muy feliz con ella, siempre había deseado una hija; después de sepultarla, se perdió de borracho. Yo seguía con diarrea y fiebre, perseguido por la culpa que me causó la muerte de mi hermanita. La vi caerse. Yo la había matado.
Yo, Pablo Ak’obal, de pie en la puerta del templo de madera, abro y cierro la mano derecha empuñando mi AR-15 mientras apoyo la izquierda en el guardamanos. Estoy vestido de azul como los de Seguridad Pública, al igual que Juan y Nicolás, que permanecen al frente del templo, cada uno con su fusil AR-15.
El humo de los fogones me obliga a moverme para esquivarlo, no soporto los ojos irritados, voy de una esquina a otra. Debajo de los comales de barro las llamas comienzan a alumbrar el campo de tierra. Las mujeres muelen su nixtamal en molinos de hierro, dándole vueltas al manubrio. Me detengo a mirar al exagente Guzmán Luna que está acompañado de sus tres hijos, quienes también llevan fusiles AK-47 al hombro.
Escucho llantos adentro del templo. Me acerco a una rendija de la pared y busco con la mirada quién llora. Todos los niños están acostados, duermen. Dirijo la vista hasta el fondo, esa parte del lugar está vacío. Creí escuchar el llanto de una niña que venía de ese rincón, creí haber escuchado a Luna, la niña que tanto me recuerda a Carmela.
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Mikel Ruiz (1985), escritor, investigador y crítico literario tsotsil, originario de San Juan Chamula, Chiapas. Es doctor en Ciencias Sociales y Humanísticas, con especialidad en Discursos Literarios, Artísticos y Culturales, y maestro en Literatura Hispanoamericana Contemporánea. Ha publicado las novelas La ira de los murciélagos y Los hijos errantes; es coautor del poemario Ts’unun. Los sueños del colibrí (2017) y Luna ardiente (2009). Recientemente apareció en la Colección Popular del Fondo de Cultura Económica su novela Los disfraces de la muerte, con un epílogo de Elisa Ramírez.