EN AUSENCIA DEL ESTADO / 331
Chiapas es un espejo del país. Y una excepción. Para bien y para mal. Mucho de lo más vivaz y trascendental de la historia reciente nos lo dieron sus comunidades indígenas y tantos otros chiapanecos que los acompañaron y les aprendieron. La descomposición rampante e imparable que vemos hoy es producto de las acciones y omisiones extremas del Estado nacional, decidido a derrotar a los indígenas insurrectos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), sus simpatizantes pacifistas en las comunidades y la sociedad civil urbana.
No sólo, claro. Como en el país, mucho influyó en el actual estado de cosas la corrupción y el clientelismo ininterrupidos que sembró el priísmo, inamovible en Chiapas durante el siglo XX, su herencia de malos hábitos politicos, cacicazgos en las comunidades, el apogeo de comerciantes ricos y racistas, una clase política cínica y oportunista entregada al poder central. Por eso a la hora de su levantamiento, los zapatistas nunca tuvieron como interlocutor al gobierno estatal, no había nada que discutir con esos gobernadores.
Andrés Aubry daba como ejemplo del centralismo a distancia que “gobernaba” Chiapas en el porfiriato, el caso del ilustre Emilio Rabasa, quien operaba desde la Ciudad de México. Chiapas estaba tan lejos que durante el eche- verriato, hacia 1974, se impuso en todo el país un eslogan para recordarnos que todo en Chiapas es México, por aquello de los 150 años de su adhesión, y por si alguien lo dudaba todavía. No que no hubiera una suerte de gobierno estatal, un puñado de familias llevando la administación, fabricando diputados, senadores, etcétera. Las grandes propiedades ganaderas en Chiapas regían con guardias blancas, derechos de pernada y despojos.
Por ese entonces el gobierno decidió poblar la selva hasta el último rincón, para que vieran que sí hay frontera, y creó la Comunidad Lacandona con más de 600 mil hectáreas para pocos centenares de familias lacandonas, demarcando lo que no sería poblado de la gran selva. Sin embargo, la historia caminó por primera vez del lado de los pueblos indígenas a partir de 1974, justamente. El Congreso Nacional Indígena de San Andrés Larráinzar, animado por el obispo Samuel Ruiz García, marcó un hito determinante. La iglesia católica liberacionista se moldeó con las comunidades y participó en las crecientes resistencias de los pueblos mayas.
Por encima de los finqueros, millares de indígenas se hacen libres. Tseltales, choles, tojolabales y tsotsiles se internan en las cañadas y se establecen en la esquina más remota de la nación. En Los Altos y la Selva Norte se recuperan territorios ancestrales y centros de poblados como Bachajón (Chilón), San Andrés o Chenalhó los caxlanes son expulsados. En este escenario se larva la insurrección zapatista, pero no sólo ella. Las comunidades y ejidos crean uniones productivas propias de gran alcance, con el café como punta de lanza de una nueva presencia indígena en la vida social de la República.
El gobierno busca detener la influencia de la iglesia católica indígena y fomenta abiertamente, con cierta coartada juarista, las misiones evangélicas y de otras denominaciones cristianas, muchas veces estadunidenses. Pronto sería la entidad en el país con mayor proporción de cristianos (“protestantes”, “sectas”). Las divisiones resultantes llegan a ser sangrientas, como sucedió en San Juan Chamula en la década de 1980 con la persecusión, asesinato y expulsión de decenas de miles de pobladores por razones políticas (no eran del PRI) y de culto religioso. Aquella diáspora chamula transformó al vecino San Cristóbal de Las Casas, ciudad señoral de los blancos y también sede de la diósesis de Ruiz García, quien se fue ganando el título de jTatik.
En 1994 Chiapas parece nacer un nuevo mundo. Ocupa un lugar central en el debate político, los medios de comunicación y el activismo de izquierda a escala internacional. Se desata una guerra de contención contrainsurgente a la influencia indígena y la afluencia de figuras públicas, grupos solidarios y jóvenes de México y muchos países. Galvaniza un movimiento indígena nacional por fuera del Estado y establece los parámetros de autonomía y autogestión que demandan los pueblos.
El gobierno salinista militariza Chiapas y gana tiempo ante la inoportuna declaración de guerra zapatista a la hora de ponerle manteles blancos al tratado de libre comercio con Washington y Ottawa. El zedillismo opta por la guerra encubierta, se crean células paramilitares entrenadas por el Ejército federal como armas letales dentro de las mismas comunidades. Masacres, expulsiones, violaciones, descomposición familiar en Los Altos y la Zona Norte, por cortesía del gobierno federal y sus fuerzas armadas.
La clase política local se pliega como siempre al Palacio Nacional, aprovecha (se roba) las nuevas inversiones para contener la rebeldía indígena. En pocos años se suceden insulsos gobernadores priístas que obedecen a los generales y nadan de muertito mientras el proceso insurgente, liberacionista y autónomo sigue a contrapelo de la guerra de baja intensidad del clandestino Plan Chiapas.
Pronto nos recordamos que Chiapas es frontera. Esto resulta determinante al encumbrarse el narcotráfico como nueva forma de comercio y gobierno en todo el país. Los gobiernos panistas del siglo XXI abren la puerta y luego abren fuego para y contra el crimen organizado que prospera como la espuma. La contrainsurgencia se alinea con el narco, lo político y lo religioso pasan a segundo plano, se impone la violencia como negocio necesario para los negocios.
La frontera es caliente, el relativo equilibrio entre el crimen organizado y las autoridades se quiebra cuando miembros del cártel dominante, el de Sinaloa, se dividen matando al jefe de plaza y aliándose con el violentísimo Cartel Jalisco Nueva Generación, heredero en la región del viejo Cartel del Golfo, que se repartía rutas con el de Sinaloa. Desde 2006 el gobierno estatal se esfuma. Tres gobernadores, incluyendo el actual, fingen gobernar cortando listones, recibiendo bastones de mando, haciendo jaripeos y bailes regionales mientras el Ejército, las policías, los paramilitares y los grupos criminales contienen la autonomía indígena y las resistencias anticapitalistas.
En 2018 el gobierno federal deja de disparar a los narcos, mientras éstos agregan a su cartera el nuevo super negocio de los migrantes que por millares cruzan hacia Chiapas camino al norte, igual que la droga. Chiapas como puerta de todo eso, sin estado de derecho, a merced de las decisiones del gobierno central, que renueva la cooptación con una reedición decorativa del indigenismo del pasado.
Cuando la presidenta Claudia Scheinbaum dijo, para tranquilizarnos tras el asesinato del sacerdote Marcelo Pérez Pérez, que atendería bien el caso, que para eso estaba en contacto “con los dos gobernadores”, el saliente y el entrante (quien lleva años bien metido en los peores escenarios de Chiapas en Los Altos y la frontera), simplemente aumentó los motivos de preocupación. Como si de ellos pudiera esperarse alguna solución. Tres gobernadores inútiles después de 2006, la Federación cree tener controlada una entidad que se descompuso aceleradamente.
Luis Hernández Navarro cita que entre enero y septiembre de 2024 se produjeron 525 homicidios dolosos, 49 por ciento más de los ocurridos en el mismo lapso de 2023, aunque el subregistro es grande. La realidad social es alarmante. Familias expulsadas o asesinadas, cobro de piso por respirar, leva brutal de jóvenes a lo largo de la frontera, secuestro masivo de mujeres y niños para explotación sexual, violencia paramilitar continua en Chenalhó y Pantelhó, agresión abierta a las comunidades zapatistas en la selva, mientras la criminalidad gobierna en los hechos todos los municipios fronterizos desde el Océano Pacífico a Palenque y la región Sierra, mantiene en zozobra ciudades y cabeceras municipales por todas partes. Esto llevó al EZLN a señalar que el estado se encuentra al borde de una guerra civil. También una escalada criminal transfronteriza, bajo la sombra militar de Donald Trump sobre los linderos con Belice y Guatemala.