LA NARRACIÓN DE LOS VENCIDOS. MIKEL RUIZ Y LOS DISFRACES DE LA MUERTE — ojarasca Ojarasca
Usted está aquí: Inicio / Artículo / LA NARRACIÓN DE LOS VENCIDOS. MIKEL RUIZ Y LOS DISFRACES DE LA MUERTE

LA NARRACIÓN DE LOS VENCIDOS. MIKEL RUIZ Y LOS DISFRACES DE LA MUERTE

DANIEL MALDONADO VELÁZQUEZ

La historiografía oficial llama Guerra de Castas a los distintos enfrentamientos que han sostenido los pueblos de la región de Los Altos de Chiapas y la élite ladina del estado. El concepto fue acuñado, sostiene Jan Rus, por un conjunto de historiadores y periodistas chiapanecos del siglo XIX. Sobresalen dos nombres: Vicente Pineda y Flavio Antonio Paniagua.

Resulta interesante observar que sean estas dos figuras las que se encuentran en el origen de una tradición que es más bien una manera de construir la realidad. Vicente Pineda se asumió historiador. En 1888 apareció su Historia de las sublevaciones indígenas habidas en el estado de Chiapas. En ese trabajo, Pineda dio rienda suelta a sus pasiones y dejó en claro cuáles fueron, para él, las causas que propiciaron el estallido del conflicto ocurrido entre “ladinos e indios” en 1867.

Flavio Antonio Paniagua, afín en no pocos sentidos a Pineda, compartió sus impresiones desde el periódico La Brújula. Originario de San Cristóbal, Paniagua escribió textos periodísticos. La Brújula, además, le permitió publicar —como folletín— la tercera de sus novelas. Florinda se quiere un llamado a la concordia. Para Paniagua, el divisionismo sólo contribuía a dañar a la sociedad chiapaneca. Lo importante, según el novelista, consistía en unirse “sin [hacer] distinción de bandera ideológica para enfrentar a los insurrectos”.1 Tanto Paniagua como Pineda fueron miembros notables de la élite cultural sancristobalense. Ambos formaron parte de la intelligentsia regional. El espacio desde el cual elaboraron sus obras ha sido, históricamente, uno propicio para que las ideas de naturaleza conservadora florezcan y se desarrollen.

Valiéndose de sus propios recursos, dejaron constancia de la nobleza y del valor que demostraron, según ellos, todas las personas que defendieron la ciudad de San Cristóbal de las “huestes insumisas”. Pineda y Paniagua fueron contemporáneos del conflicto que entre 1867 y 1870 enfrentó a los alteños y a los coletos. Tenían presente, además, un evento que no fue bien recibido por la élite mestiza y kaxlana de la región de Los Altos.

La Guerra de Reforma, que hizo de la mexicana una sociedad polarizada, provocó en Chiapas que dos grupos de poder disputaran el control económico y político de la región. Por un lado, los terratenientes de los valles centrales simpatizaron con la causa liberal y adoptaron sus postulados como estandarte ideológico. Por el otro, los caciques de las tierras altas abrazaron los principios conservadores con la intención de salvaguardar sus intereses. En medio de las disputas quedaron los pueblos indios. El control de la mano de obra indígena se convirtió en asunto de gran interés para las élites económicas del estado.

El triunfo de los liberales no resolvió cuestiones tan importantes como el de la tierra. Tampoco lo hizo la Revolución mexicana. Se ha dicho, acaso con razón, que en Chiapas no hubo revolución, sino acuerdos entre élites locales (coletas y terracálidas) y autoridades que, por encontrarse lejos, desconocían las características del territorio chiapaneco.

LOS QUE ESCRIBEN LA HISTORIA

Antes dije que era llamativo que Pineda y Paniagua estén en el origen de un modo muy particular de escribir los hechos. Están, si se quiere, en el comienzo de una tradición. La nuestra es una literatura que se ha nutrido considerablemente de la historia, de los acontecimientos que la definen. Es legítimo decir que la tradición narrativa local, ya no tan incipiente, ha hecho de la historia un pilar sobre el que se han sostenido textos notables. La serie, aunque incompleta, incluye novelas como Oficio de tinieblas de Rosario Castellanos, Ceremonial de Jesús Morales Bermúdez, Los confines de la utopía de Alfredo Palacios Espinosa o Nudo de serpientes de Alejandro Aldana. Pero no sólo. A la lista valdría la pena añadir a Antonio García de León, Vladimir González Roblero y Thomas Louis Benjamin, historiadores críticos.

La literatura, se sabe desde Freud, suele anticiparse. No pocos novelistas han encontrado en la historia del estado ricos elementos con los que han tramado ficción. Antes, el historiador Manuel B. Trens tomó de la primera novela de Flavio Paniagua materiales de archivo que luego incorporó en El imperio en Chiapas, trabajo historiográfico. La novela de Paniagua, Una rosa y dos espinas, que trata precisamente del enfrentamiento que sostuvieron los simpatizantes del imperio y los republicanos, alimentó y, aun, condicionó el obrar de B. Trens.

Ahora bien, no basta con decir lo que antes ocurrió. O lo que sigue ocurriendo. No, al menos, en lo relativo a la literatura. Para el caso, lo fundamental pasa por hacer de la palabra el núcleo de lo que se cuenta. La palabra literaria modifica la condición anquilosada del hito. La palabra que es literatura trastoca la doxa, el relato hegemónico vuelto lugar común. Permite, además, iluminar zonas oscurecidas, colocar la mirada en los intersticios, espacios olvidados, en donde mora aquello que los cultores de la historiografía oficial han sometido al ninguneo. La palabra que se quiere instrumento mixtificador inocula el ánimo derrotista, la autodegradación y, sin más, la resignación. Su contrario es, precisamente, la palabra creadora. La del narrador que desmonta, por medio de la ficción, el sentido anquilosado que es verdad oficial.

A propósito, hay una escena en Los disfraces de la muerte de Mikel Ruiz, que pareciera cerrar un ciclo o, en todo caso, inaugurar uno nuevo. Es una escena de derrota. No obstante, algo en ella pareciera suponer una especie de reclamo. O mejor: de dispositivo subversor. Mancillado, el protagonista de la novela es conducido por sus captores hacia el palacio municipal de la ciudad de San Cristóbal de las Casas. El “pinche indio” se halla en el corazón de la vida institucional kaxlana. De repente, Jacinto Ik’alnabil concentra la vista “en el balcón de la presidencia, [y nota que] un grupo de hombres trajeados, entre ellos los hermanos Anselmo y Rogaciano Carballo, Manuel Pineda, Juan Espinosa Torres, y el fantasma del recién fallecido Flavio Antonio Paniagua con el periódico La Brújula bajo el brazo, lo [miran] con desprecio.”2

Se comprende que Jacinto haya sentido el peso de esa mirada. La historia, dicen, la escriben los vencedores.

LOS DISFRACES DE LA MUERTE

No se trata, como hizo Paniagua en su momento, de identificar a dos bandos en disputa y celebrar a unos al tiempo en que se desprecia a los otros. La novelística de Paniagua, deudora del romanticismo cultivado en México a mediados del siglo XIX, se caracterizó por hacer de los suyos, gente ladina y noble, los buenos dentro de un drama que prometía, con su triunfo, la redención general. Por ello es que “los insurrectos” en el conflicto de 1867 fueron los ignorantes, salvajes, incultos. Los indeseables. Suelen ser figuras como Pajarito, Jacinto Pérez Ch’ixtot o, como se lee en Los disfraces de la muerte (Fondo de Cultura Económica, México, 2024), Ik’alnabil. O como Pedro Díaz Cuscat y Agustina Gómez Checheb, referentes de la rebelión tseltal de 1867. Los que sólo buscan alebrestar el orden bueno que prevalece. Enemigos de la ley y de Dios. Por eso es que, desde la perspectiva del kaxlan, hacen guerra los indios. Eso sí, molestan menos cuando oyen el llamado de la gente de bien. Aunque es curioso: la gente noble, buena y digna también comete estropicio; evoca Ik’alnabil:

En otra puerta, un anciano quiso proteger a sus nietos de los golpes que los soldados propinaban con sus rifles y fusiles. Éstos no lo pensaron mucho, con la punta filosa de un luque le cortaron de tajo la cabeza. Los niños corrieron la misma suerte, murieron tragándose sus gritos de miedo. El teniente coronel vio las cabezas rodar por el suelo, al tiempo que se tocaba su cartuchera sobre el pecho. Las balas seguían intactas. ¡Prepárate sargento!, me miró. ¡Están cerca los rabasistas de mierda […]! Aunque no entendía el plan del finquero, apreté mi Máuser con fuerza. Está loco, teniente coronel […]. Tú provocas al enemigo con sangre de gente inocente. Eso no es de hombres con ch’ulel. Fusilar, saquear casas. Para colmo, la mayoría de mi gente estaba ebria y cometía las mismas brutalidades que los ladinos. (p. 64)

En momentos límite, no hay sitio para el edulcoramiento. Cuando la muerte anda próxima, suele brotar la miseria humana, la mezquindad. Los bandos en guerra que defienden principios diferentes quedan muchas veces hermanados. Los disfraces de la muerte da cuenta de la capacidad de violentar que exhiben, al entrar en combate, los que se estiman enemigos. Los une el horror que infligen. Y la escritura que da rostro a la novela bebe, hasta saturarse, de él:

La gente […] se precipita sobre Martín, le asestan golpes con las puntas de las lanzas por todo el cuerpo. Su camisa y calzón de lana se empapan de sangre. Un suave gemido se escapa de su garganta con cada estocada detrás del cuello. La punta de una lanza abre su garganta. La sangre borbotea sin parar. Con las manos anhela tapar la herida. Tose, vomita, saca la lengua. Poco a poco su cuerpo deja de moverse. La grisura de sus ojos se extravía en los huaraches empapados de sangre de los jóvenes. Frente a su padre balbucea sonidos ininteligibles. Se le entumen los brazos y piernas; lagrimea por el rabillo del ojo. Con una última sacudida, sus dedos se engarrotan sobre el cuello. (p. 136)

¿Cuántos disfraces posee la muerte? Acaso el de la violencia sea uno de ellos. El más brutal. Puede que otro, no menos impactante, sea el de la memoria. El que está a punto de morir, se cree, libera la memoria, el acto de la recordación.

LO QUE NARRAN LOS VENCIDOS

Tras ser capturados, Jacinto, su hijo y tres amigos más experimentan el encierro. La sevicia carrancista se traduce no sólo en insultos y golpes. También el sitio en que son arrojados supone una tortura. Al interior de una pocilga, fatigado, Jacinto empieza a narrar para su hijo, Pedro. Éste lleva el nombre de su abuelo, padre de Jacinto. Pedro el viejo fue, como lo sería con los años el mismo Jacinto, víctima de la leva. No se sabe en qué sitio quedó su cuerpo. Sin embargo, para Jacinto eso ya no es un problema. Ha querido transmitirle calma a su hijo. Pero su hijo tiene dudas: “¿Si el ch’ulel del abuelo regresa, de cuál tumba saldrá si nunca lo sepultaron? ¿Si los espíritus están enterrados lejos de su tierra, sabrán encontrar el camino para llegar?” (p. 15).

Prisionero ultrajado, Jacinto rememora los agravios y abusos padecidos; incluso, las afrentas que los suyos —y que él mismo— cometieron. Hace recuento de lo vivido y, de paso, convierte el hito en mito, asunto de encantamiento: Miré mis alas empapadas de sangre. Por eso ya no podía volar. Mis alas me pesaban. Mi cabeza estallaba con los gritos de dolor de Juan, de Miguel, de muchos compañeros que no lograron salir con vida. […] Busqué a mi alrededor alguna flor que me proveyera de miel, pero no pude ir más lejos. Se me cortaba el aire. Quise alzar nuevamente el vuelo, […] mi ala derecha no me ayudó. Sentí el golpe de mi pico contra la corteza de un cedro. Comencé a levitar en el vacío. Me sumí en un sopor inmenso, profundo. (p. 97)

La historia la escriben los vencedores. Pero, dice Ricardo Piglia, la narran los vencidos. Los vencidos se empeñan en hacer de la memoria el soporte y el resultado de una operación creativa. Se narra la memoria. Hacerlo supone enfrentar el olvido. Por eso la preocupación de Jacinto es legítima: “¿Y tú, hijo, cómo contarás esta historia? Si yo hubiera muerto [en batalla] no te estaría contando nada ahora” (p. 81).

Los disfraces de la muerte contiene el relato de lo que un padre cuenta a su hijo. Se narra la guerra, los horrores que le son consustanciales. Y también la muerte. El hijo de Jacinto es heredero de la vida y de la voz de su estirpe, esos otros. Al final, tal vez sea eso lo que permanece: una memoria compuesta de los rostros perdidos, de los anhelos truncados, de los pesares. Una memoria hecha del vuelo del colibrí. De los disfraces de la muerte. Una memoria que es lucha contra el olvido. O una novela que se disfraza de memoria.  __________

Notas:

1. Vladimir González Roblero (2015). México: Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, p. 64.

2. Mikel Ruiz (2024). Los disfraces de la muerte. México: Fondo de Cultura Económica, p. 178. Los pasajes citados fueron extraídos de la novela. A partir de aquí, se coloca únicamente el número de página.

comentarios de blog provistos por Disqus