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DE CÓMO SOPLA EL VIENTO

HERMANN BELLINGHAUSEN

El golpe de aire caliente llegó empujado por el humo de la quema repentina y a todos les arrebató el sombrero. Se oyó una risotada encabronada, y luego otras risas, más humildes. Y a perseguir sombreros por los matorrales, capturarlos como a un pollo o un gato, sacudirlos, acomodarlos en la cabeza de cada quién.

–¿Y eso? —exclamó Heladio con cara de “ay güey”.

Sorpresivamente, el fuerte viento trajo un humo blanco y denso que pronto los envolvió. Tosieron a enrojecidos ojos y no les quedó más que confiar en el viejo guardafuego, que no habían desyerbado bien este año.

–Creo que va a aguantar —confió Edelmiro a sabiendas de lo que todos pensaban, y los siguió al rocón camino abajo. Iban sujetándose los sombreros, sin hablar para no toser.

Una vez a resguardo se miraron en común entendimiento. Eran cuatro. Inspeccionaban el prado descansado en que iban a renovar la milpa. Los que viven del otro lado del alambre le metieron lumbre al acahual. Era obvio que a propósito, como quien suelta una bomba a ver si pega.

Ya se estaban juntando los del pueblo, agarrándose los sombreros, convocados por la columna de humo. Hachas, machetes, palas. Algunos cargaron bidones llenos de agua, que resultarían inútiles si el fuego prendía en este lado del alambre.

Cubriéndose boca y nariz con paliacate o la camisa, los de hacha y los de pala se introdujeron en la humareda para bajar al guardafuego, limpiarlo un poco, y en todo caso avisar si las llamas saltaban acá.

Los demás se resguardaron tras el rocón con los primeros cuatro, que según ellos ya tenían un plan chingón para salvar el bosque y el prado y se frotaban las manos, satisfechos de su ingenio cuando el ventarrón viró bruscamente, embistió el rocón por donde ellos se creían cubiertos y se llevó el humo y los sombreros en dirección opuesta.

Otra vez a perseguir sombreros, pero más tranquilos porque ahora las noticias eran buenas.

Se despejaron de humo el prado y el bosquecito del borde. Los que habían ido al guardafuego asomaron la cabeza. Sonreían, sudados. Como el incendió volteó la espalda, apenas chamuscó algunas ramas altas. Ahora, los autores del fuego iban a tener que apagarlo. Edelmiro saltó como tigre sobre el guardafuego, trepó hasta el alambre y se agarró de él. Le tiznó la mano.

–Quema todavía —dijo, contemplando la total quemazón del acahual vecino, reducido a ceniza caliente. Más allá, el núcleo de la lumbre empujaba su humo y su furia en dirección opuesta.

Ahora tendrían que ir a auxiliar a los del otro lado del alambre, a pesar de que ellos empezaron el incendio por hacerles maldad a Edelmiro y los suyos. Nada más eso faltaba.

–Vamos —dijo Heladio.

–Qué se le va a hacer —comentó don Arnulfo con resignada severidad de abuelo ante una estupidez de chamacos pendencieros.

–Dejen aquí las hachas, no vayan a pensar mal, ellos tienen tiznada la conciencia —indicó Edelmiro cuando sus compañeros alcanzaron el alambre, lo traspasaron y rodearon las llamas para ir a ayudar.

Como no dijo nada de los machetes, ninguno lo soltó. Un campesino sin machete está como manco, ¿no?.

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Relato incluido en Mester de alfarería (Ficticia, Biblioteca de Cuento Contemporáneo 74, Universidad Veracruzana, 2024).

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