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LA ESCRITURA SIN FRONTERAS / 333

RAFAEL TORRES SÁNCHEZ
Mester de alfarería,
Hermann Bellinghausen,
Universidad Veracruzana–Ficticia,
Biblioteca de Cuento Contemporáneo, Nº 74,

México, 2024.

 

Hay libros, como éste, que empiezan en la portada, compuesta a partir de una foto del propio autor del Mester de alfarería, a quien no escapa el ejercicio del obturador, aunque en la edición aparezca sin crédito. Por la posición de las manos en el instrumento, diríase que el protagonista de la inquietante y sugerente fotografía es un fumador que sostiene una larga y liviana pipa, salvo que la ausencia de humo sugiere un instrumento musical, acaso familiar del didgeridoo australiano, si bien el parentesco se deba menos a la genealogía que a la simultaneidad arquetípica, extensible al utillaje material, como sucede con el búmeran, presente en el Antiguo Egipto siglos antes de que apareciera, asimismo, en Australia, sin descontar la posición que el trebejo guarda respecto al cuerpo del fumador o músico: el didgeridoo se sopla apuntándolo hacia la tierra, el que sostiene el personaje de la inquietante fotografía en algún lugar de América Latina, con alta probabilidad, aparece en vilo.

Sin demorar la reseña en el atuendo, arrebatadamente amarillo sobre la vegetación de la que ha salido tan bien tratada hojarasca para erguirse ante la amenaza del colapso que se agazapa en la línea del horizonte, donde la bruma envuelve las fachadas de altos edificios y algunas torres de energía eléctrica miniadas por la distancia, no es difícil percibir que el agua escucha la melodía de la resistencia originaria, tal vez fumando y sintiendo las venas subterráneas que nutren la laguna. Comoquiera que sea, el conjunto variado y diverso de los 47 textos de Mester de alfarería, distribuidos en tres secciones pletóricas de relámpagos poéticos y referencias culturales y nombres propios de la A a la Z, confirman la calidad literaria de una prosa en la que las fronteras genéricas son felizmente demasiado borrosas para distinguir el rostro de los aduaneros. Hay escritores en los que el periodismo echa por los suelos la objetivación artística, rebajándola a la ordinariez del memorándum o, peor aún, del mentimiento tendencioso y la autoexaltación solipsista. Ajena a tamaño estropicio, la escritura de Hermann Bellinghausen muestra, sin profesiones de fe ni énfasis hiperbólicos e innecesarios, la valencia literaria del oficio de informar orientando y de orientar atrayendo al lector al contenido de la forma que, en el mester, lo mismo trata de personajes y escenas de la vida cotidiana más conocida (un trabajador de obras públicas y el presidente de la asociación vecinal en “Alcantarillas”) que de personalidades y escenarios distantes a la inmediatez, en el tiempo y en el espacio: el poeta chino Tu Fu (712–770 d.C.) a la orilla del río, esperando la barca que ha de cruzarlo al otro lado (“Es el río”, una de las numerosas alegorías que abonan los textos del mester), o el mismo Tu Fu escribiéndole una carta a Li Po en el norte de China, hacia el año 758 en la cuenta cristiana. Y todo en una amplitud formal resuelta en el espacio corto de dos o tres páginas que flotan ante el lector como el humo invisible de la pipa o las notas musicales de la flauta que sostiene el apuesto personaje de la fotografía en la portada de este libro que viene a confirmar a su autor como uno de los escritores más constantes y atractivos de la literatura mexicana contemporánea, por donde se le vea, a menos que no se desee mantener abiertos los ojos.

Textos en los que el humor reposado convive de manera natural con la duda ontológica inescapable a la pluma y el teclado, donde se resuelve en una certeza al borde del patio existencial que, no por apabullante, deja de ser vivible y festiva: a final de cuentas un hoyo negro engullirá la música y el humo, los edificios y el cableado eléctrico, la resistencia y el abuso, la flor y la matanza, los ojos de agua y los pollos frankenstein de las Granjas Carroll, nefastas como las mineras canadienses y otras lacras capitalistas, por más que en los tiempos que corren el término sea sustituido por el esquizofrénico, gozoso y complaciente de “inversionistas” y “fuentes de empleo” y así hasta el universo mismo a la velocidad de la muerte que viaja desde hace millones de años al encuentro del último suspiro, después del cual sólo ha de haber lo que la Diosa Sol y el Dios Luna saben. Entretanto, no se avizoran razones para dejar de hacerlo: contar, versar, oír, leer, amar sobre todas las cosas contra el estruendo y la furia que todo lo avasallaría si no fuera por las historias bien narradas, como las que reúne este libro de aparente brevedad y abarcador como cada uno de los textos que se dan el quién vive entre la portada y la cuarta de forros mediante una variedad de registros temáticos, supercalifragilísticos y espialidosos, capaces de transitar de las calles y los rincones de la Ciudad de México hasta la gélida tundra del Ártico, pasando por los montes lejanos en China, la playa de Sète con un cancel para entrar y salir de ella en las costas de Francia, y Maracaibo en Venezuela, donde un capitán exhausto puede, por fin, descansar hasta la próxima primavera, y más, siempre más alegorías de la vida misma, como en la reminiscencia cortazariana del primer relato, en el que las figuras de alfarería manufacturadas por Cirino evocan la proliferación de conejitos de la “Carta a una señorita en París”, sita en el Bestiario del gran Cronopio. Otros capítulos, otros mundos, dijo el cónsul.

En uno de los textos del mester ejercido con destreza por este maestro de la crónica contemporánea, José Revueltas lee pasajes de “Dormir en tierra” en una cantina, con un refresco al lado, como estilaba tenerlo en la cárcel, ante un auditorio de unas treinta personas que lo escuchan arrobados. En otro, recuerdo personal del autor elevado con solvencia a texto literario, saltan a la palestra el doctor Bocado y la doctora Bocadillo, desdoblamientos en bata blanca de Tararí y Tarará que, cruzando el espejo del país de las maravillas, recorren los pasillos de un hospital en México por donde habitualmente caminan inseparables, hasta el día que una desavenencia los lleva, al cabo de cuarenta años de pacífica convivencia, a romper la calma del laboratorio, llegando a los golpes y recuperando, al cabo de los desfiguros —lentes de aviador de Bocado hechos trizas, blusa de Bocadillo estrujada— la calma, tan súbitamente como la habían perdido.

Hay ríos, también, que cruzan los textos del Mester de alfarería; selvas que cerrándose en la altura de los follajes tapan o cuadriculan el sol; incendios en el campo que prueban la justeza de la observación: “Un campesino sin machete está como manco, ¿no?”; y, cómo podía faltar, el movimiento estudiantil del 68 y el 2 de octubre ensangrentado por el orangután de Palacio (“¡jetón, sal al balcón!”,) que ni se asomó al Zócalo capitalino ni, menos, se hizo la prueba de la parafina luego de estirar la mano en Guadalajara, cuya universidad sintoniza la misma frecuencia del Estado desde entonces hasta hoy, y así sucesivamente, sin transformaciones que toquen la simbiosis ni con el pétalo de una rosa, como suele decirse.

En otros textos hablan las mujeres con voz propia y no como monas de ventrílocuo (“Ceniza en los hombros”), en otro, uno de los innumerables condenados de la tierra se enfrenta en su parcela al cambio climático (“La opción de Josías”), en otro se asegura que lo único seguro es el pasado (“Evasión con responsabilidad limitada”). Y en otro más se habla del futuro que ya se fue, empujado por la devastación que ocasionan las compañías mineras canadienses que “hoy infestan el mundo como jejenes en busca de los últimos residuos de oro bajo el suelo”.

No sería posible, en la corta duración de una reseña, resumir la variedad temática que puebla el Mester de alfarería, ni prudente alargar el spoiler, cuya única justificación es la de invitar a su lectura; menos aún entretenerse en el listado de las numerosas y conocedoras referencias literarias, pictóricas, musicales, cinematográficas, poéticas y párale de competir con Cirino el de las figuritas de arcilla bien cocidas que llenan las páginas de este libro llamado a confirmar a Hermann Bellinghausen como uno de los escritores más constantes y destacados de la literatura mexicana contemporánea. Baste añadir, para recomenzar, que otro de los textos bien puede resumir el emblema literario enarbolado por el autor. Se trata de “Retratos hablados”, en el que las letras del abecedario dan pie a historias sumarias que se acomodan sin darse codazos en el desfile más amplio de las otras historias que se suceden en las 150 páginas del Mester de alfarería: “B baila para no caerse”, “A escribe para no volverse loco”, “Z sabe que nada termina” y así con el resto de las vocales y las consonantes que pueden combinarse de manera infinita, como las fantasmagorías de un calidoscopio. Ni más ni menos.

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