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TERESA CORDERO: VOZ Y CORAZÓN DE LA COMIDA COSTEÑA / 337

JUAN CARLOS MARTÍNEZ PRADO

Hace tres años llegué a Puerto Escondido convencido de que las culturas indígenas y afrodescendientes no habían desaparecido gracias a lo que comen. Observar a jóvenes chatinos, mixtecos y zapotecos cargar sobre sus hombros pesados bultos de cemento y moverse en la cima de altos andamios con asombrosa agilidad, afianzó la tesis de que la sobrevivencia y fortaleza humana tienen en el sureste mexicano una deuda pendiente con el maíz. Pero si este grano, domesticado hace más de nueve mil años, ha sido el alimento cardinal en la dieta y permanencia de los diversos grupos étnicos de Oaxaca y otras regiones del país, no menos trascendente ha sido el ingenio de las mujeres al frente del fogón.

Oaxaca ha ganado fama gracias a sus refinadas tradiciones y a su riqueza cultural. Su comida se distingue por su variado contenido de hierbas, chiles, semillas, especies y frutas. La fecundidad y esplendor de la vianda oaxaqueña viene de lejos y su registro generacional no se ha perdido gracias a la persistencia de las abuelas y tías en la cocina. Han sido ellas y sus moliendas verdaderos agentes de la resistencia y perpetuidad nativa.

Teresa Cordero Jiménez es, entre otras cocineras tradicionales, uno de los ejemplos de cómo la mujer oaxaqueña ha jugado un papel fundamental en la preservación y difusión de la cocina ancestral. Doña Tere, como la conocen sus allegados, cocina desde los dieciséis años y es parte de una larga tradición familiar que ha construido su universo alrededor de las llamas del fogón.

“Mis ancestras fueron las guerreras de los moles en Villa de Tututepec, donde nací. Yo pertenezco a la cuarta generación de esas guerreras que nos enseñaron a cocinar”, dice en una de las mesas de su comedor donde atiende la entrevista con Ojarasca después de servir varias mesas de comensales. Depositaria de saberes prístinos, Teresa Cordero tiene claro que su quehacer tiene que ver hoy con un reto ineludible: salvaguardar las claves de una gastronomía de sabores y texturas exuberantes, cuya historia se remonta a la época prehispánica cuando los habitantes de la Mixteca baja basaban la vida en la agricultura, la caza y la pesca.

No le cabe duda de que el futuro de la sociedad reside en reencontrarse con las bondades de la cocina ancestral si se quiere contener el avance de la comida sintética, cuyo consumo constituye una seria amenaza para la salud y sobrevivencia de la raza humana. Las alarmas acerca de los males que producen el consumo de productos ultraprocesados se encienden en voz de Cordero Jiménez que alerta, además, sobre los riesgos de la siembra de maíz transgénico y la ingesta indiscriminada de otras gramíneas afectadas por los químicos.

En Oaxaca, la cocina tradicional es una institución que retoma los saberes del avituallamiento primigenio. Su praxis aún gravita alrededor de tres cultivos fundacionales: el maíz, el chile y el frijol. El alto contenido nutricional de esta tríada explica la fuerza y permanencia de los pueblos originarios y revela que la flora y fauna oaxaqueña, única en el mundo, es tan fundamental como insustituible ha sido la mano de las mujeres en su transformación.

Por eso no es gratuito el recelo de esta cocinera tradicional acerca de la invasión de la comida chatarra y de los agroquímicos en la mesa mexicana, ejercicio que en aras del pragmatismo y del dinero amenaza con desaparecer el rastro milenario de los sabores ancestrales.

De acuerdo a Víctor Toledo Manzur, la irrigación de los cultivos con glifosato, un plaguicida altamente cancerígeno, “intoxica cada año a 385 millones de agricultores y jornaleros agrícolas” y deja a su paso —en ese mismo periodo— una estela de 11 mil muertes en el mundo. Toledo Manzur no sólo identifica a la sociedad en general como la perdedora de esta guerra contra la vida, como él la llama. También enfoca el rostro de los ganadores. Cita a BASF, Bayer, Corteva, FMC y Syngenta como las cinco grandes corporaciones que controlan el mercado global de los plaguicidas. Según él, tan sólo en 2022, estas empresas obtuvieron ganancias por ochenta y cinco mil millones de dólares.

En el comedor de doña Teresa Cordero, como en muchas cocinas tradicionales de Oaxaca, se hace lo que se puede para detener esta guerra tecnológica. Ella cocina, en su mayoría, con ingredientes orgánicos y el maíz que nixtamaliza por las mañanas es cultivado en una parcela libre de fertilizantes y plaguicidas.

Un día antes de nuestro encuentro, ha cocinado una calabacita de un campo cien por ciento orgánico. “Salió deliciosa. Con todo su sabor natural”, dice la cocinera que se niega a usar Knorr Suiza, un estimulante industrial. Doña Tere es de las cocineras que se levanta desde temprano a preparar su cazuela de frijol negro. Elabora la salsa de tomates tatemados con chiles de la región, ajo y cebolla. Sirve queso de cuajo, sin pastilla, café orgánico y caldo de gallina criolla. En su largo inventario de comida antigua incluye más de quince sabores de tamales. De mole negro, rojo y colorado. El colorado es especial para la carne de puerco, señala. No pueden faltar los tamales de chepil como tampoco el amarillo de res, pollo e iguana. El estofado de lengua de res es uno de sus platillos estelares. Si unos tamales de tichinda, un coctel de camarones y un huachinango frito son en su mesa de trabajo platillos convencionales, la preparación de un escabeche de pescado salado se convierte en sus manos en una cuestión de iniciados.

La combinación de harinas en la preparación del pan es otro de los atributos que le ha ganado fama en San Pedro Tututepec. Prepara pan de maíz, único en su género. Este tipo de hogaza es el resultado de la mezcla de harina de trigo y la fermentación de un maíz germinado. Su aventura con el pan empezó a los doce años, cuando su abuela paterna la acercó al horno, cuenta. De ella guarda sus enseñanzas y un rebozo que tiene más de 65 años y que usa en ocasiones especiales.

En el recuento de gratitudes por la vida, aparecen los nombres de Gladys y Ema Cordero, dos de sus tías paternas, y el de Leonor Jiménez, su madre. A ellas, entre otras de sus parientes, les debe su formación y vocación por la cocina. Doña Tere tiene la certidumbre de que el gusto de su comida proviene del mundo antiguo. Asiente de que su cocina es producto de la biodiversidad de su Estado y de que el amor es el mayor condimento para ganarle las batallas al fogón. A pregunta expresa, coincide en que la permanencia de los pueblos originarios son una derivación de lo que comen.

Me encuentro con ella después de recorrer una brecha corta de 71 kilómetros entre Puerto Escondido y Santa Rosa de Lima, un pequeño pueblo costero que no rebasa los tres mil habitantes. Llego a ella acompañado de Gudelia Reyes Ramírez, una sensible y respetada cocinera de Los Naranjos, con quien llevo más de ocho meses explorando los manjares mas subterráneos de la costa oaxaqueña.

La idea de entrevistar a doña Tere Cordero en su ecosistema y continuar nuestro camino hacia Collantes, un pueblo de raíces negras, nacido a orillas de Puerto Minizo, surgió a raíz de la necesidad de saber más acerca de los sabores de dos culturas yuxtapuestas en el Pacífico sur mexicano: la mixteca y la afrodescendiente. Collantes nos recibiría con un enigmático café Mongo y Santa Rosa de Lima con unas sibaritas albóndigas entomatadas.

Converso con doña Tere entre el fragor de la cocina, la avidez de los clientes y el cacareo de las gallinas que saltan entre las jardineras del fondo. Gudelia Reyes escucha atenta. Afuera, la mañana es calurosa. Titánicas, las parotas sobreviven a los tormentos del clima sobre la costera que conduce a Acapulco. Doña Tere lleva un vestido azul bajito y una sonrisa amable pintada en los labios. Trae recogido el cabello, cuyos chinos son prueba de su cepa afrodescendiente.

En su amplio comedor, se mueve con soltura meditada. Da vuelta a las tortillas de mano, sirve café de la olla, emplata albóndigas y arroz, prepara enfrijoladas, mientras da el punto a un tasajo antes de llevarlo a una mesa. Ese día faltará en el menú el estofado de lengua de res, una exquisita sinfonía de salsa agridulce compuesta por doña Tere para paladares exigentes.

Reconocida en Oaxaca y otras regiones del país como una de las más destacadas cocineras tradicionales, Cordero Jiménez ha construido una entrañable relación con su pueblo. Llamada a rendirle tributo al pasado, ha cocinado de manera gratuita en más de 55 comunidades de Villas de Tututepec, otrora cabecera del más poderoso imperio mixteco, fundado por Ocho Garra de Jaguar en el siglo XI.

En esta zona de la costa oaxaqueña, las mayordomías son una constante en el calendario litúrgico de los pueblos. La música, la comida y los cohetes constituyen la señal de que la comunidad se ha reunido para celebrar a su santo patrono. Los velorios son otro guiño melancólico entre la vida y la muerte. Constituyen un ritual que se atiende con especial atención en los pueblos de Oaxaca. Se piensa que el difunto no descansará en paz si en su cortejo fúnebre no hay abundante comida y trago que se reparte entre la concurrencia.

A estas efemérides doña Tere acude dispuesta. “Nací para servir”, dice. Llega sola porque “mi equipo es el pueblo”. Su presencia convoca a las demás mujeres. Bajo su égida, las cocinas se llenan de voces. En qué ayudo, le preguntan las recién llegadas. Quiero que me diga cómo se hace esto y cómo se hace lo otro, le inquieren las que de manera voluntaria se convierten en sus ayudantas en una labor que esta cocinera denomina “causas nobles”.

“Se trata de compartir el conocimiento que he acumulado en los cuarenta años que llevo en el oficio”, dice satisfecha. Bajo la premisa de que hay que preservar y difundir la cocina ancestral, en el diccionario de esta cocinera no existen la codicia ni la envidia. En su recorrido por las pequeñas comunidades de su municipio, abre su recetario, herencia de su pasado familiar, a todas las mujeres que quieran aprender.

Nacida en Villa de Tututepec, un pueblo en el que la comida es parte sustancial de las festividades, doña Tere aprendió desde niña a valorar el profundo significado de las verbenas comunales.

Tutu, como le dicen sus pobladores, es uno de los 570 municipios de mayor extensión territorial de Oaxaca. Sus colindancias en la costa oaxaqueña tocan Santiago Jamiltepec, al oeste, Tataltepec de Valdez al norte, San Miguel Planiaxtlahuaca, Santa Catarina Juquila y Santos Reyes Nopala al noroeste, San Pedro Mixtepec al este y es bañado al sur por el océano Pacifico.

En esta vasta superficie, dominada por la civilización mixteca hasta el siglo XVI, el Amarillo sigue siendo un platillo de culto irremplazable en los convites. Aunque las mayordomías son un festejo religioso de origen ibérico, el platillo no oculta la huella prehispánica en su contextura. Doña Tere le tiene especial aprecio a esta vianda. “Me ha tocado hacer en amarillo hasta tres o cuatro reses de un jalón”, recuerda. Cuando se refiere a los ingredientes que usa en su elaboración, sus ojos brillan. Su voz pausada delata a una apasionada alquimista de los moles. Para ella, como para muchas cocineras de su tierra, el Amarillo representa ese viejo cuño en que convergen el pasado y el presente de una fértil tradición comunitaria. En este caso, el maíz, el chile y la hierba santa serán la ambrosía en que galope la historia.

La cocina tradicional en Oaxaca demanda el cumplimiento de ciertas reglas. Es un rito. No se trata sólo de saber hacer un buen amarillo o cocinar con buen sazón otro de los afamados moles oaxaqueños. El vínculo creado entre las mujeres que ejercen la cocina y el pueblo a través del Tequio es un requisito comunitario insalvable. Una práctica sui generis en Oaxaca. Representa el trabajo gratuito de los habitantes de una comunidad en favor del colectivo. Apegada a los cánones de su pueblo, doña Tere es una de las cocineras que cumple con esa misión. “Es una de las maneras que tenemos de servir a nuestro pueblo”, dice.

Su alto sentido colaborativo le ha permitido representar a su comunidad, municipio y estado en muestras gastronómicas a nivel nacional. En estos encuentros se ha reunido con una amplia comunidad de cocineras tradicionales mexicanas que han quedado prendadas del sabor de su comida, y se ha hallado con chefs procedentes de diversas partes de América Latina con los que ha intercambiado ideas acerca de la comida antigua del continente.

Recuerda uno de los últimos eventos a los que asistió en representación de su municipio y en el que participaron más de 250 cocineras tradicionales. En un principio estaba un poco indecisa de asistir. Pero la insistencia de Claudia, una de sus hijas, la llevó a aceptar la invitación. De acuerdo a Claudia, Doña Tere reunía los requisitos de la convocatoria. Hacía Tequio en su pueblo, cocinaba con recetas ancestrales, usaba cazuelas de barro, cucharas de palo y tortilleras de madera. Además, desde joven construye de barro sus propias hornillas. En este evento, denominado El sabor de la Costa, doña Tere cocinó el estofado de lengua de res que tanta fama le ha granjeado y ocupó los primeros lugares de la competencia.

Ha concurrido a distintas ferias gastronómicas. En Neza, en el Estado de México, uno de los lugares de mayor población oaxaqueña en el país, la recibieron como una verdadera embajadora del sabor del sureste. En Acapulco, cocinó para tres mil franceses y los galos quedaron seducidos ante el impresionante juego de especies con que Teresa Cordero aliñó los platillos.

Una de sus mayores satisfacciones sigue siendo la entrega gratuita de comida a niños y niñas desamparadas. Cordero Jiménez regala una parte de su producción a personas enfermas y de avanzada edad. Cocinar para su pueblo es uno de sus grandes gustos por la vida, dice. “El amor es el mejor condimento en la cocina”, subraya.

Pero si su incondicional apuesta por la colectividad, a través de su oficio, ha sido el más importante capítulo de su vida, hay otros menesteres que también han llamado su atención. En el 2012 fue regidora en el cabildo de San Pedro Tututepec, cuyo lema era “Mandar obedeciendo”, un axioma de genuina inspiración zapatista. Y ella lo llevó la práctica.

Cuando, en ausencia del alcalde, alguna vez quedó al frente de la comuna y los más necesitados se le acercaban a pedirle algún apoyo económico, Cordero Jiménez solicitaba a Tesorería que se entregara la ayuda y se descontara de su salario. A su retorno, el jefe de la comuna, sorprendido por el sentido solidario de la regidora, la reconvenía amablemente. Y aunque se le reembolsaba el dinero, Cordero Jiménez nunca esperó nada a cambio.

Regresamos a Santa Rosa de Lima y al comedor de doña Tere. Gudelia trae en la cajuela de mi auto un tesoro. Un bulto de sal de mar de 25 kilos que usará en su cocina y distribuirá entre los clientes que la visitan en su palapa entre la Barra y Ventanilla. En el recorrido, compramos melones criollos de agua y comemos nueces de castilla. Escuchamos a Pepe Ramos y reímos de su ingenio musical. Ramos es un trovador afrodescendiente al que propios y extraños acuden para extasiarse con el aire polifónico de la costa oaxaqueña. Naila suena en las bocinas del auto. El viento sopla suave sobre el llano verde en que pastorea el ganado. Mientras nos deslizamos sobre una carretera serpenteante, la voz de Pepe Ramos se convierte en llanto que adormece al medio día:

Naila y por qué me abandonas
Tonta
Si bien sabes que te quiero
Vuelve a mí, ya no busques otros senderos
Te perdono porque sin tu amor se me parte el corazón


En una parte del camino, los papayales pierden el rastrojo de la última cosecha y la tierra llora por las dentadas del glifosato asesino. Atrás quedan las altas palmeras que estiran el cuello en busca del cielo y del agua perdida.

En la mesa de doña Tere, Gudelia y yo parecemos dos niños bien portados. Nos vemos a los ojos e intuimos que la espera vale la pena. Que nuestro juguete favorito, el paladar, en pocos minutos libará con una de las reinversiones arquetípicas de la cocina oaxaqueña: el caldo de gallina criolla. En dos tazones de barro, llega a nuestra mesa un sopicaldo bien hervido con hierba santa. Se ha preparado con ejote tierno y papa. Destaca la carne de gallina oscura. Una suave capa de gordo amarillo flota sobre la superficie de la escudilla. Me asalta una pregunta: antes o después de la invasión española, ¿hubo un sabor que supere este caldo?.

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