¿PODER INDÍGENA? / 338
¿Cómo entender que hoy en el poder político aparezcan posicionados, si bien en cantidad relativa, personas que se identifican como indígenas o pertenecientes a algún pueblo originario? Y que por identificarse como tales, el poder político y las modas culturales oficiales (por definición “no indígenas”) les han abierto espacios en los tres poderes de la Unión, algo que el gobierno prioriza al publicitar sus logros.
Tan cotizado está el nuevo valor agregado de “ser indígena” que no pocos vivales se hacen pasar por tales sin serlo ni tener contactos con las comunidades, aprovechando las “cuotas” étnicas (las hay de género) de los partidos al asignar sus candidaturas para diputados, alcaldes o jueces. Son los aires de los tiempos.
Pareciera que el Estado, en buen plan, está pagando facturas históricas con hasta 500 años de vencimiento. En diversos cargos medios (y alguna titularidad), ha proliferado la presencia de líderes, intelectuales y creadores indígenas. Y dentro de ello, una marcada participación femenina, como cabría esperar de un gobierno encabezado por una presidenta. También ocurre en los congresos federales y estatales de entidades donde la población indígena es significativa en términos electorales.
El estímulo cultural y profesional que reciben actualmente las personas indígenas es mayor que nunca. Se premia, beca o co-financia a cineastas, artistas plásticos, músicos, escritores preferentemente bilingües, lo mismo que creadores y creadoras “populares” de alfarería, textiles, gastronomía, danza. Tan es así que una de las legitimaciones visuales que aporta el estro indígena consiste en la vestimenta de funcionarias y funcionarios: huipiles de autora, tocados, joyería, camisas y guayaberas originales (u originarias). No es nuevo el fenómeno. Lo impuso en su tiempo la “compañera” María Esther Zuno, consorte del presidente Luis Echeverría.
Al fin de ese sexenio (1976) “lo indígena” fue devuelto a las instancias correspondientes del esquema priísta, vigente ¡uta!, desde cuándo, distribuido en sectores obrero, popular y campesino (y el subsector indígena, apenas visto como tal); nada de ello comparable a la inclusión, al menos nominal, que se ve ahora. ¿O debíamos hablar de integración? Podrá haber cambios de forma y fondo, pero el Estado criollo-mestizo ha querido la integración desde la Independencia hasta hoy. Turismo, proletarización, gentrificación, autopistas y trenes avanzan en la misma dirección. Y bueno, también el “crimen organizado” practica una forma perversa de integración para las poblaciones originarias.
El ejemplo favorito de los gobiernos mexicanos (excepto en la docena panista) ha sido Benito Juárez. Excepcional zapoteca nacido en la sierra que hoy lleva su nombre, el porfiriato lo canonizó y elevó al más alto mármol. Más allá de lo cromático y de su origen, Juárez fue un gobernador y presidente duro con los pueblos indígenas. Los juchitecos no olvidan que les echó al ejército y los cañoneó cuando se opusieron a sus proyectos, como recordó Francisco Toledo en su rencorosa ópera bufa Lo que el viento a Juárez. Culminando medio siglo de hostilidad independiente contra los pueblos originarios, Juárez impuso orden, leyes y decretos, restringió la propiedad de las comunidades y abrió paso al liberalismo porfirista, positivista y criollista. Aquella modernización burguesa desembocó en la gran Revolución plebeya de 1910 y la reaparición del indio como actor nacional, así fuera en el último escalón, algo que se había perdido desde el fin del virreinato a principios del siglo XIX. Ante la fuerza revolucionaria y simbólica de Emiliano Zapata (el indio que decía “no”), el Estado lo admitió en el panteón heroico; primero lo mató, y con los años lo canonizó.
Siguieron las décadas de Reforma Agraria, redistribución de tierras, creación de ejidos, indigenismo blanco y clientelismo partidario para el “voto verde”. Hacia 1985, el ciclo “neoliberal” comenzó a minar el ejido y la reforma agraria con el aderezo de “solidaridades”, proyectos integracionistas, promesas y buenos modos. Pero al salinismo los indios se le salieron del huacal. Ya había metido reversa al agrarismo cuando lo alcanzó el festejo real de los 500 años, del cual ningún Estado involucrado salió bien parado. Los pueblos originarios estaban descontentos, marchaban a las capitales, formaban organizaciones propias. El alzamiento zapatista en Chiapas y su repercusión en los pueblos originarios del país y en la opinión pública anunciaron un nuevo ciclo histórico, que al cambio de siglo se aceleró con la maduración de nuevas generaciones de hijos e hijas de las comunidades indígenas, y determinó el fin del indigenismo.
Los pueblos escapaban del control de un Estado que con Ernesto Zedillo desató una guerra contrainsurgente contra ellos, fingiendo negociar. Las trece elocuentes demandas de los rebeldes, con la autonomía como bandera, avivaron el despertar indígena. Surgieron de manera explosiva voces bilingües en arte, derecho (bajo la figura de Derechos Humanos), academia y política, reverdeció la reivindicación de las lenguas y formas de gobierno propias. A punta de reformitas que nunca cumplieron los Acuerdos de San Andrés, firmados en 1996 y desde entonces guion básico para las demandas de los movimientos y las comunidades, el Estado toreó las aguas revueltas.
Masacres en Guerrero, Oaxaca y Chiapas, militarización hostil y un crecimiento extraordinario del narcotráfico y otras actividades criminales hacia 2007 con el calderonismo pusieron a los pueblos contra la pared. Esforzadamente se mantienen a la fecha la autonomía zapatista y otras autonomías (limitadas) que se sobrepusieron a la represión y la violencia en La Montaña de Guerrero, los municipios de Oaxaca, la sierra Huichola, Cherán y poco más.
El presunto fin del neoliberalismo al ganar la presidencia Andrés Manuel López Obrador con Morena, el nuevo partidazo, sí significó un cambio de piel del Estado ante los pueblos originarios. Los encumbró al centro, no del debate nacional como en 1994, sino de la retórica neoindigenista que arrancó en 2018. Si algo se desvió desde entonces fue el debate de la “cuestión indígena”. En cambio, llegaron las recetas de inversión capitalista-nacionalista y la permanente negación de la autonomía real, aunada a un encumbramiento discursivo y simbólico de lo indígena. La arqueología a modo con los megaproyectos renovó la utilización ideológica del pasado prehispánico y en los hechos se privilegió sobre los derechos territoriales de los indios vivos.
Otros fantasmas siguen rondando a los pueblos: el extractivismo minero, hídrico, forestal, turístico y hasta cultural; la disputa electoral de los partidos políticos como factor de discordia comunitaria; la cooptación de dirigencias; el neofolclorismo; el neoindigenismo clientelar. Las contradicciones de los propios pueblos también llevan su parte: migración, desvanecimiento de lenguas y costumbres agrícolas, alimentarias, de convivencia.
La elección de un abogado mixteco (curiosamente no se emplea el gentilicio propio de su natal San Miguel El Grande: ñuu savi) para presidir la Suprema Corte de Justicia de la Nación puede ser vista como parte de la emancipación, el empoderamiento y el reconocimiento social de la causa indígena. También es producto del pragmatismo político que caracteriza la trayectoria de Hugo Aguilar Ortiz: de joven defensor de los derechos del pueblo ayuuk y productivo participante en la redacción de una propuesta de ley del EZLN para la Comisión de Concordia y Pacificación que terminó en la descepcionante reforma al artículo dos constitucional, en el nuevo siglo sería operador indigenista de un gobierno panista de Oaxaca (Gabino Cué) y de uno priísta (Alejandro Murat). Junto con su par Adelfo Regino Montes asumió la conducción nacional del indigenismo recargado desde 2018, y fue determinante en las consultas comunitarias (muchas de ellas denunciadas como impuestas o amañadas) para abrir paso a los grandes megagaproyectos del Estado.
Más allá de las simplificaciones, lo que vemos ¿es emancipación o integración?.