DE MUJERES ACHI A LAS POQOMCHI DE GUATEMALA
Hace unos días me encontré con un amigo paseando por algunas calles de mi pueblo y de repente comenzamos a platicar sobre algunas situaciones, tanto de hoy como ayer. ¿Cómo te va? ¿Qué haces ahora? ¿Y qué tal de actividades? En ese instante, la plática comenzó a llevarnos a hablar sobre el conflicto armado interno. Y otra vez, el sentimiento aquel: “quiero decir las cosas, pero que no me escuche nadie”. Y tan de repente, me dice: “yo viví mucho de esos acontecimientos, pero no quiero contarlo, porque para qué vivir del pasado, eso no nos lleva a nada”. “Conocí muchas cosas, pero para qué contarlos”.
Poco a poco, con la plática me llevó nuevamente a los hechos que sucedieron en el lugar que conocimos en nuestra infancia y juventud como “la cárcel”. Un lugar sucio, asqueroso, en donde los presos no tenían donde hacer sus necesidades. Un cuarto de un metro por metro y medio y dos de alto, era a la vez dormitorio, comedor, sanitario. El piso de la cárcel era entre negro y blanco, negro por la suciedad y blanco porque, para no limpiarlo, los policías regaban cal sobre la “porquería de los presos”. Esa cárcel se convirtió durante la guerra en centro de captura, tortura, violación de hombres y mujeres, muchos de ellas y ellos, después de sufrir todo tipo de vejámenes, eran asesinados y posteriormente aparecían en los barrancos que del municipio va para el puente Chixoy, carretera a El Quiché.
Éste es el caso de las “doce mujeres encontradas en los barrancos que están entre Baleú y la Primavera”, sobre quienes hemos dicho algunas cosas. Aunque nunca supimos sus nombres, porque fueron enterradas como XX en el cementerio de Cobán, Alta Verapaz. Todas, encontradas sin ropa, ultrajadas o violadas en todo sentido, torturadas y las embarazadas con el estómago abierto.
Pues, volviendo a la plática con el amigo, una persona muy apreciada en el municipio, tal vez de unos 65 o 70 años (me reservo el nombre para no ponerlo en evidencia), me habla de lo que sabe de esta guerra, que ha dejado tantas huellas imborrables en muchos. “Me recuerdo”, me dice, “que un día que estaba pasando por aquí (señalando a la municipalidad) acompañado de un amigo (me reservo el nombre), se escuchaban los gritos de mujeres y de jovencitas que eran violadas por los comisionados militares, G2 y militares. Uno de los comisionados militares nos llamó y nos dijo: ‘Ustedes no quieren un colazo,1 pasen adelante, hay patojas que son vírgenes y ricas’. Nosotros entramos a ver y cuando vimos, unos tenían agarradas a las patojas de las manos y pies, mientras uno estaba sobre ellas y terminaba uno, pasaba el otro, así, hasta que las patojas se desmayaban y luego las mataban”. Me contó, como lo que sabe mucha gente del municipio, y que se niegan a contar, que, “a eso de las seis de la tarde, en las palanganas de los pickups llevaban a las mujeres ya muertas o casi muertas para tirarlas a los barrancos”.
Son de esas pláticas, que no sólo causan odio, sino nauseas, tristeza, impotencia, al estilo de la novela La Náusea de Sartre. Cuando termina la plática uno se queda con esa idea existencial “y el ser humano es así”. Con razón, muchos negamos la existencia del homo sapiens, porque si realmente fuéramos lo más evolucionado del animal, tendríamos la posibilidad de ser “compasivos” con los Otros, las Otras. Con los y las diferentes. Muchas veces puede más la ambición, el odio e incluso el miedo a lo diferente, como en algún momento dije, que “el odio puede más que el desarrollo”, si es que hay desarrollo, porque todavía sigo dudando que exista.
“A estos criminales (de los que me reservo el nombre), algunos aún viven y cuando uno pasa frente a sus casas o los encuentra en las calles, destilan un olor como a putrefacción, peor que un perro muerto. Ni los cadáveres que vi durante la guerra tenían el olor que estos agentes del mal transmiten y transpiran”. Unos que aún viven de la impunidad y del miedo que hay en los familiares para no contar la historia y otros que han muerto en la impunidad y que valdría la pena construirles un monumento para que todos los vean con la frase: “Éste es el monumento de los asesinos del pueblo”.
No les importó el grito ni el llanto de muchas mujeres, que aún se niegan a dar su testimonio. No les importó el llanto de muchas mamás y esposas, que después de haber desaparecido su hijo o su hija, iban a tocarle la puerta, llorando, para que se los entregara. Peor aún, no les importó que al ser llevadas las mujeres en las palanganas de los vehículos o carrocerías de camiones, dejaban tirados sus caites, sus perrajes, las telas con la que se amarraban su pelo. Sí, telas o pedazos de pita de corte, porque no es cierto que el traje indígena sea el “tupuy”, esto es un invento del folclorista.
Aquí es donde encuentra sentido la lucha de las valientes mujeres achi, que rompieron hasta con el conservadurismo indígena o cristiano, ¡que no hay que contar lo que te hicieron, porque eso es pecado! Lograron romper con esa costumbre de aceptarlo paciente y pasivamente. Mujeres que abrieron el camino para denunciar estos hechos y que no queden en la impunidad. “Y que no sigan ocultos, por nuestra cobardía, el miedo, sino también porque nos acomoda”, como me dijo el amigo, cuando le propuse que escribiéramos algo, me respondió: “para qué, si todo eso ya pasó, si en algún momento yo conté algunas cosas y hasta me pagaron”.
Seguimos esperando que algún día también pueda haber justicia para “las cientos de mujeres poqomchi, que pasaron también por esos vejámenes”. Por eso, “ni olvido, ni perdón”, sólo queremos justicia. Nuestra solidaridad con las mujeres valientes achi de Rabinal, q’eqchi de Sepur, Zarco.
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Kajkoj Máximo Ba Tiul, maya poqomochi, antropólogo, filósofo y teólogo, investigador.
Nota:
1. Se refiere vulgarmente, cuando se está violando a alguien. Un colazo es querer formar parte de.