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¿ES EL FIN DE LOS DERECHOS HUMANOS? ANTE EL NUEVO MEDIEVO GLOBAL, RETORNO A LO ESENCIAL / 341

MARÍA VICTORIA FERNÁNDEZ MOLINA

Cuentan que las grandes construcciones humanas se sostienen mientras mantienen vivo el mito que les da origen. Cuando ese mito se agota, se desploma no por el golpe externo, sino porque sus cimientos se han carcomido por dentro. Así ocurrió con Roma, y así parece suceder con lo que llamamos Comunidad Internacional: la empresa histórico-política y económica que, tras la Segunda Guerra Mundial, se erigió como garante universal de la paz y de los derechos humanos.

El sistema internacional de protección de derechos humanos nació a mediados del siglo XX como una reacción frente a las aberraciones de las guerras mundiales. El derecho humanitario, la Declaración Universal de Derechos Humanos, los tribunales internacionales y la idea de la jurisdicción universal fueron la promesa de que la barbarie no volvería a repetirse. Durante un tiempo creímos en aquel “nuevo orden mundial” que, con sus defectos, parecía limitar la soberanía del más fuerte. Era la esperanza de quienes trataban de reconstruir las ruinas dejadas tras las guerras e incluso las dictaduras subsecuentes. La promesa de que el sacrificio no había sido en vano inundó de fuerza, esperanza y argumentos a jóvenes que creían que un futuro mejor era posible.

Pero un 11 de septiembre las Torres Gemelas se desplomaron y, con ellas, empezó a desgajarse la arquitectura de ese orden. Estados Unidos inauguró la era de la “guerra contra el terror” que convirtió las excepciones en regla. Es decir: la protección de la dignidad humana dejó de importar cuando intereses económicos y políticos estaban en juego. Desde entonces hemos visto cómo cada principio que creímos inviolable se ha quebrantado, hasta llegar a la cúspide de la crueldad y del desprecio por la dignidad humana: un genocidio transmitido en directo, ante la impotencia de Naciones Unidas. La promesa del multilateralismo se revela como un cascarón vacío, incapaz de detener la violencia de los grupos de poder.

Los nombres cambian, pero la lista de crímenes se repite: genocidio, crímenes de lesa humanidad, desplazamientos forzados, racismo, discursos de odio. Aquello que debía evitarse se normaliza otra vez. Como explicara Bauman, la sociedad líquida deshizo los vínculos comunitarios que antes servían como guardianes de la dignidad humana y de la tierra. La globalización nos volvió individuos flotantes en un escaparate infinito, incapaces de reconocernos como pueblo.

En esa intemperie emergen de nuevo las sombras de un “nuevo medievo”: la no-ética, la no-estética, la ausencia radical de la conciencia del otro y de la madre tierra. Una sociedad gaseosa, incapaz de ejercer el poder en defensa del gran legado de derechos y garantías que heredamos de quienes lucharon antes que nosotros; presente que no llegará a las generaciones futuras.

¿Y por qué “nuevo medievo”? Quizá porque vivimos un tiempo de obscurantismo donde la autoridad sin límites se impone sobre la razón y la violencia se vuelve espectáculo: el morbo de la crueldad hecha estética y la deshumanización de cuerpos y almas. Como en los tiempos en que Maquiavelo advertía que el poder se ejerce sin escrúpulos, hoy se enarbola con cinismo la no-ética y la no-estética, celebrando lo que degrada, como si la barbarie fuera signo de prestigio.

Frente a esa descomposición, conviene volver la mirada hacia lo que permanece: la comunidad. Allí donde los Estados se muestran incapaces de garantizar la paz o la justicia, los pueblos conservan la memoria de los lazos que sostienen la vida. La comunidad no es un ideal abstracto: es la red de cuidados cotidianos, el intercambio de alimentos, el cuidado mutuo en la adversidad, el círculo donde la palabra aún tiene valor y donde la tierra sigue siendo madre y no mercancía.

Leonardo Boff nos recuerda que el cuidado es categoría ética y política: cuidar es responsabilizarse del otro, del suelo, del agua y de uno mismo. Sin cuidado no hay futuro posible. En medio de la devastación global, las comunidades campesinas, indígenas y barriales muestran que es posible otra lógica: no la del poder que somete, sino la de la reciprocidad que sostiene. La fiesta compartida, la milpa sembrada en común, la asamblea donde se decide por consenso: he ahí la semilla de un renacimiento que no vendrá de arriba, sino desde abajo.

Las instituciones construidas tras 1945 pretendían contener los excesos de la soberanía estatal, pero hoy es el propio Estado, corroído por los partidos y las élites, quien alimenta la violencia. Allí donde los gobiernos se corrompen, la comunidad resiste. Allí donde la guerra arrasa, la solidaridad reconstruye. Allí donde la globalización fragmenta, los pueblos tejen de nuevo la trama de lo común.

El derrumbe del mito de la Comunidad Internacional no tiene por qué significar la ruina de todos. Podría, si lo decidimos, abrir paso a otro horizonte. Como escribió Achille Mbembe, el poder moderno ha sido necropolítico pues se permite decidir quién merece vivir y quién debe morir. Frente a esa maquinaria de muerte, la comunidad propone otra política: la de la vida compartida.

Quizá aún no estemos preparados para transformar el sistema que nos devora, pero la historia demuestra que las semillas brotan incluso en las ruinas. Roma cayó, pero la cultura, la gastronomía, el lenguaje y los pueblos campesinos mantuvieron encendida la chispa de la esperanza. Hoy también nos toca custodiar esas brasas: en la defensa del territorio, en la organización comunitaria y en la crianza mutua que desafía al mercado.

El “nuevo medievo” no será necesariamente una condena si somos capaces de asumirlo como tránsito. La caída del sistema actual puede abrir espacio a un renacimiento desde las raíces: comunidad, participación, solidaridad y cuidado. En ese retorno a lo esencial podría estar la verdadera garantía de los derechos humanos, ya no como retórica de los poderosos y las instituciones internacionales, sino como práctica viva de los pueblos.

La historia enseña que los imperios se derrumban cuando olvidan aquello que les dio origen. El derecho humanitario nació de la masacre de la Primera Guerra Mundial; el sistema universal de derechos humanos, del horror de la Segunda. Hoy, cuando los vencedores de ayer se transforman en verdugos y las instituciones se muestran impotentes, la pregunta es si seremos capaces de recordar y de actuar antes de que sea demasiado tarde. Porque olvidar, como se ha dicho tantas veces, es condenarse a repetir. Y quizá, esta vez no tengamos otra oportunidad.

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