PALESTINA. GAZA EN LA JAULA DE HIERRO
En La ética protestante y el espíritu del capitalismo Max Weber estudia por primera vez la relación entre modernidad y racionalidad, un concepto central para su teoría del capitalismo, y que eventualmente desarrollaría a fondo en Economía y Sociedad. Weber entiende la racionalidad como el uso metódico del cálculo para administrar el trabajo a manera de producir de forma más eficiente: “Actúa racionalmente con arreglo a fines quien oriente su acción por el fin, medios y consecuencias implicadas en ella y para lo cual sopese racionalmente los medios con los fines, los fines con las consecuencias implicadas y los diferentes fines posibles entre sí”. En la modernidad todo se puede medir, todo es calculable; pues esto permite el estudio del mundo para predecirlo, controlarlo y organizarlo. Es fácil ver por qué este concepto lo obsesionaba tanto, pues fue el primero en notar cómo la gestión eficiente no se limitaba a los recursos, sino que se presenta ubicua en todos los aspectos de la sociedad.
La tragedia de la modernidad es que la administración eficiente escapa de la economía y se empieza a aplicar a cada aspecto de la sociedad: el Estado, la medicina, la ciencia e, incluso, la vida humana. Ése fue el trauma de la Primera Guerra Mundial: fue la primera guerra industrializada donde se utilizaron medios racionales para matar en masa con eficiencia. La guerra ya no era sólo una cuestión de estrategia o heroísmo, sino de gestión de recursos, donde la muerte se volvió fría, sistemática y masiva. Se administra como se administra una empresa: calculando “costos” humanos que son tolerables sacrificar.
Es curioso que los argumentos proisraelíes para el genocidio en Gaza justifican la muerte masiva de civiles aduciendo que son un efecto colateral. El eje narrativo principal es que los Aliados tuvieron que matar a un número similar de civiles para vencer a los Nazis. En un programa de Piers Morgan Uncensored, la política israelí Fleur Hassan-Nahoum respondió a la pregunta sobre cuántos palestinos habían sido asesinados argumentando: “No creo que Churchill supiera, a la mitad de la Segunda Guerra Mundial, a cuántos alemanes había matado”. De igual manera, John Spencer mencionó: “Te puedo decir históricamente cómo se ha visto siempre [la victoria] y lo que implica derrotar a otro ejército: dos millones de civiles murieron en la guerra de Corea, 54 mil civiles cada mes de esa guerra. ¿Llamaríamos a eso genocidio? ¿Lo llamaríamos ilegal? No”. Así, se sopesan los costos y los beneficios y la vida de los palestinos se vuelve un costo marginal que se debe pagar para obtener un beneficio; se justifica el asesinato en masa porque es el producto de una decisión racional, estratégica y calculada.
Esto está ligado con el concepto de “biopoder” de Foucault, expuesto por primera vez en Historia de la Sexualidad I: La Voluntad del Saber. Foucault describe dos tipos de poderes: el soberano y el biopoder. El poder soberano le da al rey el derecho a quitar la vida si su existencia se ve amenazada; el biopoder, si se ve amenazada la existencia de la vida misma: “Las guerras ya no se hacen en nombre del soberano al que hay que defender; se hacen en nombre de la existencia de todos; se educa a poblaciones enteras para que se maten mutuamente en nombre de la necesidad que tienen de vivir”. Lo curioso es que el biopoder es más genocida y violento que el poder soberano, pues en aras de maximizar la vida tiene que administrarla racionalmente: “La vieja potencia de la muerte, en la cual se simboliza el poder soberano, se halla ahora cuidadosamente recubierta por la administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida”. Para ello, el biopoder debe de administrar la muerte de otras poblaciones, de tal forma que se maximice racionalmente su destrucción: “Si el genocidio es por cierto el sueño de los poderes modernos, ello no se debe a un retorno, hoy, del viejo derecho a matar; se debe a que el poder reside y ejerce en el nivel de la vida, de la especie, de la raza y de los fenómenos masivos de población”. De esta manera, en aras de preservar la vida de la población judía, se tiene que exterminar aquello que la amenaza.
Para el sionismo la destrucción de Gaza se justifica por la existencia del Estado de Israel. Fonseca, un antiguo miembro del canal de divulgación política VisualPolitik, comenta: “Ya sabéis todos que yo siempre he defendido el derecho de Israel a existir y a defenderse. Todos sabíamos que la guerra en Gaza iba a ser un baño de sangre, que las tropas israelíes tenían que ir casa por casa buscando rehenes, que era imposible limpiar los túneles de Hamás sin daños colaterales. Todos sabíamos que morirían muchos civiles”. En el biopoder, maximizar la vida implica maximizar la capacidad de destruirla. En un reportaje del programa de televisión australiano 60 Minutes acerca de Mordechai Vanunu, el hombre que expuso el programa nuclear israelí, Richard Carleton le pregunta a Yuval Steinitz, en ese entonces Presidente del Comité de Defensa en el parlamento israelí: “¿Por qué debería tolerar el mundo que ustedes tengan armas nucleares y no, por ejemplo, Irán?”. Yuval mira por unos momentos al suelo y responde: “Primero, de nuevo, nunca hemos admitido tener ese tipo de armas, pero la comparación misma es insultante y te diré por qué: nosotros sufrimos un holocausto”. Aquí no hay soberano que castiga, hay sistemas que permiten morir a los “otros” porque su eliminación entra dentro de un cálculo de supervivencia y, en caso de no poder eliminarlos, por lo menos se les debe controlar.
La administración del cuerpo y vida de los palestinos es posible porque ello permite la existencia de la población israelí. Así, se vuelve perfectamente justificable el control, estudio y administración del Otro en aras de la vida. Gaza era, hasta el 7 de octubre, la prisión a aire abierto más vigilada del mundo. Se controlaba el paso de los palestinos, se les vigilaba y observaba. Era un panóptico, el sueño de Jeremy Bentham, donde se disciplina a los presos y, cuando intentan rebelarse, se les castiga: “Desde su torre central, el director puede espiar a todos los empleados que tiene a sus órdenes […] podrá juzgarlos continuamente, modificar su conducta, imponerles los métodos que estime los mejores […] Un inspector que surja de improviso en el centro del Panóptico juzgará de una sola ojeada, y sin que se le pueda ocultar nada, cómo funciona todo el establecimiento”. Es, como diría Wael Hallaq, un dios moderno, donde el Estado se vuelve el centro que lo organiza todo, que demanda el derecho a generar, organizar y hasta eliminar la vida. Un ente invisible que todo lo ve, todo lo vigila y que no es visto; el centro que no está en el centro de Derrida. Israel controla la entrada de comida y ayuda humanitaria, las cuales se niegan a los palestinos como un castigo por no someterse a las normas israelíes. Israel sigue siendo el administrador de la vida en Gaza.
Entre los muchos cargos que enfrenta Netanyahu en las cortes israelíes es el haber dejado que sucediera el 7 de octubre. Su crimen no es el de mantener a los palestinos en una prisión donde se regulaba la vida, sino haber descuidado esa prisión. Su crimen es permitirles salir y realizar un ataque “que atenta contra la existencia del Estado”, un ataque “genocida”. Se critica que debilitó la vigilancia de la inteligencia israelí, pero la existencia de esa vigilancia no se pone en cuestión.
Gaza es, pues, el epítome de la modernidad: una prisión, la jaula de hierro de Weber donde se gestiona la vida. Es el uso de medios racionales para controlar y exterminar en masa una población en aras de la existencia de otra. Tal vez los argumentos proisraelíes no sean más que una fachada para cubrir las verdaderas intenciones etno-supremacistas del sionismo. Sin embargo, es importante analizar el porqué suenan tan convincentes para muchos y cómo la lógica de la modernidad ha hecho que los eventos más horripilantes suenen como actos racionales. Quizá porque en el fondo lo son*.
* Decir que son actos racionales no implica que por ello sean buenos o justificables. Remite a la definición weberiana de racionalidad como una administración fría, sistemática y masiva de la vida.