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¿QUÉ NOS QUEDA DE LO ESCENCIAL?. ENTRE EL MITO DE SÍSIFO Y LA ESPERANZA DEL CUIDADO COMPARTIDO

MARÍA VICTORIA FERNÁNDEZ MOLINA

La historia, aunque siempre nos fue narrada como un trazo recto que avanza hacia adelante, insiste en desplegarse como un círculo. No avanza, regresa: se curva sobre sí misma, como el caparazón de un viejo y sabio caracol cuyas espirales comienzan amplias, abiertas al horizonte, y se estrechan al llegar al centro, donde laten las marcas de lo inconcluso. Allí se condensan las tareas no resueltas, los aprendizajes que aguardan ser retomados y las injusticias que aún no han sido reparadas.

En esa espiral nos encontramos de nuevo: semejantes a Sísifo, condenado a subir la roca eternamente, asistimos al descenso del mismo peso una y otra vez. Pero esta vez la pregunta se vuelve ineludible: ¿es la roca la correcta?, ¿o cargamos sobre nuestros hombros una losa equivocada, una piedra impuesta que jamás alcanzará la cima?

Así se antoja el devenir del ser humano en estos tiempos convulsos: un constante retorno a la pregunta por lo esencial. No se trata de una abstracción, sino de esa materia primera que nos constituye, lo que nos confiere dignidad y nos enlaza con la madre tierra. Ante la cristalización del capitalismo como horizonte único —como apuntó Fukuyama en su tesis del “fin de la historia”— y frente a la decadencia de instituciones, cuerpos políticos y proyectos colectivos, se impone con urgencia un viaje hacia lo esencial: un retorno que no es huida, sino búsqueda.

Ese viaje no puede plantearse como nostalgia, ni como renuncia a lo avanzado, sino como un retorno que integra lo universal y lo específico. Lo universal entendido como aquello que nos constituye con independencia de raza, cultura, condición económica, sexo o religión; lo específico, como la particularidad de cada pueblo, lengua y cosmovisión. Ambas dimensiones, lejos de contraponerse, dialogan. El Ubuntu africano —“yo soy porque nosotros somos”—, el lekil kuxlejal tojolabal —“vida buena y en equilibrio”— o el comunitarismo andino y africano, amén del personalista, hablan con diferentes acentos de una misma melodía: que la vida humana sólo florece en comunidad, en reciprocidad y en cuidado.

¿Y qué es lo esencial? Leonardo Boff nos recuerda que, antes de pensar o de trabajar, el ser humano cuida. El cuidado es la primera acción y la última esperanza; es la raíz de toda ética y de toda política. En él reconocemos nuestra fragilidad y nuestra interdependencia, nuestra vulnerabilidad compartida y la responsabilidad de sostener la vida. Es cuidado de sí mismo, cuidado del otro y cuidado de la Tierra: tres hilos entretejidos que forman el manto de la existencia. Allí donde se desgarra uno, la vida entera se resiente.

Desde la sabiduría tojolabal, Carlos Lenkersdorf abre otra puerta hacia lo esencial: el nosotros. Frente al individualismo occidental capitalista, el sujeto se sabe tejido de vínculos con otros seres humanos y no humanos. Aytik nombra el ‘estamos nosotros’ y, junto a lajan lajan —estamos parejos—, proclama que lo humano sólo florece en comunidad: un nosotros de iguales, donde la palabra no es discurso aislado, sino memoria viva de lo compartido.

Allí se condensa la certeza de que la vida se sostiene en común. La vida buena no es acumulación, sino equilibrio; no es dominio, sino reciprocidad; no es conquista, sino armonía. El monte, el agua y los animales forman parte del nosotros y poseen un valor intrínseco que merece respeto. Allí se inscribe también la relación silenciosa y profunda entre la Madre Tierra, el agricultor y el fruto que nace de la tierra; un acuerdo tácito de cuidado mutuo que se repite en todas las geografías y culturas. Cada semilla plantada no es sólo un acto de producción o de beneficio económico, sino un acuerdo tácito de cuidado mutuo: la tierra ofrece alimento, el agricultor responde con gratitud y respeto, y el producto resultante nos alimenta, nos nutre y nos sostiene en vida. Ese pacto ancestral, tantas veces invisibilizado, revela lo esencial como un tejido de dones y responsabilidades compartidas.

Ambos caminos convergen en la misma intuición: lo humano no se sostiene sin vínculo, sin ternura, sin relación. El cuidado y la escucha son las claves de lo esencial. Lo esencial no es mera supervivencia, sino vivir con sentido; no es simplemente existir, sino florecer en comunidad, agradecidos del don de la tierra y de la palabra compartida. La historia podrá ser cíclica como el caracol y repetitiva como la condena de Sísifo, pero tal vez hoy estemos llamados a dejar de empujar piedras ajenas para levantar juntos aquello que realmente nos humaniza. Quizá el secreto esté en volver al centro y reconocer lo que nos es esencial: concluir las tareas pendientes, asimilar los aprendizajes que quedaron suspendidos y reparar las injusticias que aún nos hieren, para así descubrir el verdadero sentido del buen vivir.

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