Fernando Vallejo. Mensajero del caos — letraese letra ese

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Fernando Vallejo. Mensajero del caos


Resulta una paradoja advertir que el colombiano Fernando Vallejo, un maestro del sarcasmo y la invectiva en la América Latina literaria, sea un hombre de carácter tímido y dulce, amante más de los perros que de los hombres. Entre sus muchas profesiones (biólogo, cineasta, músico, gramático), destaca la de ser un escritor de prosa deslumbrante. Un virtuoso de la ironía y el denuesto, como en otras épocas y lares lo fueron Céline o Quevedo, Jean Genet o Boris Vian. Dos novelas suyas, La virgen de los sicarios y El desbarrancadero, sobresalen en su obra, eclipsando injustamente a otros valiosos trabajos suyos. No es un azar. Ambas describen con maestría dos tipos de violencia extrema: la infligida a un país por la tiranía del narcotráfico y la que padeció un hermano del autor por el flagelo del sida. A continuación un acercamiento al escritor y un breve recuento de esos daños.

La virgen de los sicarios

Fernando Vallejo ha sido siempre un escritor itinerante e inquieto. A los 24 años salió de Medellín, en la Antioquia colombiana, ciudad donde nació en 1942, para realizar estudios de cine en Roma, y luego proseguir su nomadismo cultural por Nueva York, eligiendo como destino final la ciudad de México, lugar en el que permanecerá largos años en compañía de su pareja sentimental de toda la vida, el escenógrafo mexicano David Antón, y de las mascotas caninas que le serán siempre entrañables. Su relación con Colombia ha sido conflictiva y ambigua, un encarnizado amor-odio que le llevó primero a renunciar a su nacionalidad para luego hacer con ese país una paz tan frágil y aleatoria como la del propio gobierno colombiano con las guerrillas de la FARC. De ese periplo existencial dan cuenta las novelas que empezó a escribir a los 16 años en el tono autobiográfico que rara vez abandonaría. Sus confidencias literarias quedaron compiladas en una serie de seis novelas, El río del tiempo: relatos de infancia y juventud, registro de sus vagabundeos por los barrrios proletarios de Medellín y otras ciudades.

Un toque del Pasolini de Mamma Roma, pero también algo de la picaresca pendenciera del Genet de Diario de un ladrón. Literatura y cine coexisten a menudo en sus inquietudes culturales. Tanto es así que su novela más exitosa, La virgen de los sicarios (1994) será llevada a la pantalla por el director francés Barbet Schroeder seis años después. En ese relato aparece como un fantasma nihilista un hombre de cuarenta años que regresa a su natal Medellín luego de una larga ausencia, para toparse con un clima de violencia extrema del que participa con una mezcla de fascinación y desasosiego, volviéndose el amante complaciente de un sicario adolescente para quien el crimen callejero, por placer o por encargo, es parte indisociable de sus rutinas cotidianas. A la violencia endémica de esa ciudad sicaria, el escritor opone la agresividad verbal de sus propias imprecaciones y condenas. Nada escapa a su furia apocalíptica: la urbe delicuencial es emblema de la corrupcion de un gobierno que permite a capos criminales de la droga, como Pablo Escobar, imponer su ley y alimentar un clima de corrupción del que se vuelve cómplice pasivo la sociedad entera. Los jóvenes —sin empleo ni ambiciones, derrotados de antemano— eligen el sicariato como única forma de sobrevivencia, para volverse luego víctimas expiatorias de ese mismo proceso de degradación social. En medio de ese caos, Fernando Vallejo planta una historia de amor conmovedora. El protagonista, al filo siempre del suicidio, sin nada que perder en sus ilusiones rotas de escritor nihilista, descubre la pureza esencial de Alexis, ese ángel exterminador sicario que para él puede representar un nuevo desgarramiento existencial o su probable salvación moral.

El desbarrancadero

Luego del ajuste de cuentas con su Colombia pendenciera en La virgen de los sicarios, vino otra novela, El desbarrancadero (2001), un desquite posiblemente más intenso del escritor con su propia familia, y de modo especial y visceral con su madre, un personaje al que se refiere despectivamente como la Loca. Fernando Vallejo, un autor abiertamente homosexual, ha manifestado siempre sus fobias y sus contadas filias utilizando invariablemente la primera persona. En el centro de la nueva trama figura el regreso del escritor, hijo pródigo, al hogar caótico donde predominan los gritos y caprichos de la madre. En ese lugar inhóspito agoniza ahora Darío, su hermano menor, también homosexual, paciente terminal de sida. Fernando intenta todo para volver más llevaderos sus últimos días, intenta incluso controlar con drogas de veterinario una diarrea crónica y violenta. El escritor, amante y crítico de la ciencia, se improvisa como médico sustituto, pues desprecia el poder omnímodo de los galenos. Sustituye también al padre perdido, aquél a quien la Loca le aceleró, con sus malos humores, el desenlace fatal por cáncer que era de suyo inevitable, pero que pudo ser más piadoso sin los despropósitos sin fin de la esposa iracunda. Para Vallejo todo esto es imperdonable. De igual modo, no tienen para él ni redención ni remedio un poder político coludido con la corrupción y el crimen, tampoco una iglesia católica que carga con el lastre de inquisiciones y abusos históricos sin mostrar el menor asomo de arrepentimiento, reparación o duelo por el dolor de sus víctimas.

Son muchos más los objetos de la cólera monumental de este novelista que en su país es a la vez figura incómoda para los políticos y entrañable para muchos colombianos. El realismo crudo de su prosa contrasta de modo singular con la exuberancia de la escritura e imaginación de Gabriel García Márquez, un novelista a quien Vallejo le reconoce muy poco. Pero, en definitiva, ¿qué diablos respeta el también autor de La puta de Babilonia (2007), su largo ensayo devastador e implacable sobre la iglesia católica? La respuesta es evidente: este gran inquisidor literario respeta y atiende no sólo un dolor humano, como el de su hermano Darío, sino también de modo especial el desatendido dolor de los animales; respeta también la brillantez y riqueza del idioma español que en su escritura pule y engrandece al extremo de un conservadurismo académico. Respeta y acaricia fraternalmente a los muchachos delincuentes de Medellín, para él menos turbios y malvados que los señores dueños del poder y cómplices del hampa.

Un ogro humanista

Su literatura llena de injurias, blasfemias y denuestos se revela al fin como un enorme manifiesto humanista, algo incómodo para el viejo narcisismo patriarcal de las letras hispánicas. Por ello tal vez le llueven más premios que manifestaciones de desprecio. Él los acepta a regañadientes, con su timidez proverbial y ese pícaro pudor de quien prepara ya una nueva travesura en su novela próxima. Su breve carrera fílmica en México no tuvo mucho esplendor ni tampoco lo acreditaba, pero el cineasta colombiano Luis Ospina logró rescatar imágenes de sus tres largometrajes sobre la violencia urbana y dar mayor contexto a la obra y vida del autor en su documental La desazón suprema, retrato incesante de Fernando Vallejo (2003). Un soberbio escritor insoslayable.

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