Elliott Erwitt, ladrón de imágenes — letraese letra ese

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Elliott Erwitt, ladrón de imágenes


París ha dedicado este verano en el museo Maillol una retrospectiva a la obra del fotógrafo franco-estadunidense Elliott Erwitt. Se trata de un tributo muy original cuya virtud ha sido no sólo contrastar los temas recurrentes en la obra de este artista con alma de reportero que solía describirse a sí mismo como un “ladrón de imágenes”, sino establecer un diálogo continuo con una obra tan notable como la del escultor Aristide Maillol. Paseante cosmopolita infatigable, Erwitt desconfía de la categoría de fotógrafo profesional, prefiriendo transformar la captura amateur de momentos fugaces en un ejercicio de crónica o reportaje urbano a partir de una finísima intuición artística, como antes lo hicieran otros fotógrafos de lo cotidiano, Henri Cartier-Bresson o Robert Doisneau.

A este don de la observación diaria, se añaden sus capturas de celebridades políticas o del mundo del espectáculo, ya sea en París, Los Ángeles o Nueva York. A los 95 años, Erwitt es sinónimo de una fertilidad artística hasta hoy inagotable.

Una biografía hecha de imágenes

Su nombre verdadero es Elio Romano Erwitz, es hijo de inmigrantes judíos rusos, y nace en la ciudad de París en 1928. Parte de su niñez transcurre en Milán, uno de los puntos de arraigo efímero de una familia continuamente errante. Cuando al fin sus padres deciden instalarse en Estados Unidos para protegerse de la persecución antisemita, el nombre del futuro fotógrafo se americaniza, como era común en muchos inmigrantes europeos, y se vuelve Elliott Erwitt.

Hacia finales de los años cuarenta, el joven realiza estudios de fotografía y cine en Los Ángeles e inicia su labor de fotógrafo amateur en diversas publicaciones. Estos años de aprendizaje, fuera y dentro de las escuelas, afianzan su vocación aventurera y hacen de la calle un terreno de elección para su fotografía. A lo largo de los años cincuenta son decisivos en su formación el encuentro con fotógrafos de la talla de Edward Steichen, Henri Cartier-Bresson y Robert Capa, figuras que lo inclinan a una práctica artística fuertemente ligada al fotoperiodismo.

En 1954, Capa lo ayuda a ser miembro de la prestigiosa agencia internacional de fotografía Magnum en la que tiene quince largos años de colaboración ininterrumpida. Lo que distingue ael trabajo de Erwitt del de sus colegas es su capacidad muy afinada de conferir perdurabilidad a lo efímero. Cartier-Bresson definió al fotógrafo estadunidense como un maestro del momento decisivo. Al preguntársele sobre esa capacidad para capturar ese instante justo que para tantas otras miradas pasa desapercibido, Erwitt explica: “basta colocar la cámara en un lugar cualquiera y dejar que capture al ser o animal viviente que inevitablemente habrá de cruzarse por el campo de visión”. Será entonces preciso reaccionar a lo que uno ve, registrar el movimiento o la pose no estudiada, y organizar luego el material de tal forma que lo aparentemente intrascendente cobre una existencia imperecedera.

Una bulimia de imágenes

“Pienso que el ingrediente principal de la fotografía es la curiosidad”. Esta frase de Elliott Erwitt tiene su ilustración perfecta en la larga travesía de voyeurista nómada que por décadas ha venido realizando el fotoperiodista. A los veinticinco años ya estaba montado en un auto a lado de Richard Nixon, luego vendría la cercanía con John F. Kennedy y los clichés inusuales que tomó de Nikita Jrushchov en una cumbre internacional y otras personalidades políticas como el “Ché” Guevara o Fidel Castro, cuyos retratos se han vuelto memorables. El cine fue una de sus pasiones predilectas, como lo reflejan sus tirajes sobre Alfred Hitchcock o en el rodaje de Los inadaptados (The Misfits, John Huston, 1961), donde reúne a Clark Gable, Montgomery Clift y a una Marilyn Monroe muy alejada del glamour.

La revista Holiday le asignó encargos para recorrer países en Asia y América Latina y organizar una suerte de almanaque turístico con el sello muy particular de capturar momentos insólitos de la vida cotidiana en otras culturas. Sin ese característico toque Erwitt (como se habla en cine del clásico toque Lubitsch que combina ironía y elegancia), las series de clichés no tendrían mayor valor que las vistosas promociones de viajes de aquellos años cincuenta. Los reportajes más sobresalientes los produciría, sin embargo, durante la dura etapa de la guerra fría, cuando en 1967 el fotógrafo parte a la Unión Soviética para hacer la crónica de las celebraciones del 50 aniversario de la revolución de octubre. ¿Qué mejor registro de una vida colectiva cotidiana que su captura de lo que sucede detrás de la cortina de hierro? Desde sus fotografías en el desfile de la Plaza Roja hasta su incursión en las comarcas más distantes de Siberia, el fotógrafo consigna la gran diversidad cultural y étnica del país, revelando el pulso de su vida diaria, ya sea la faena de un peluquero, un ama de casa, un comerciante o incluso la visita a un sauna. La mirada de Erwitt descubre así una complejidad vital inimaginable para quienes se contentaban con la visión maniquea de un mundo geopolíticamente polarizado.

Nuestro hermano y semejante, el perro

Tan célebres como sus foto-pinturas de ciudades, playas, niños, interiores de museos, juegos de abstracciones o escenas bufas de la cotidianidad urbana, son sus clichés sobre los perros. De ellos dice Erwitt: “Los perros son muy comprensivos, los encuentras en todo el mundo, y no son creaturas complejas. No les molesta ser fotografiados, y no te piden que les ofrezcas copias de las fotos”. No es inusual encontrar en un bulldog la parodia exacta del gesto de ceño fruncido de su amo, o ver cómo el fotógrafo se las ingenia para colocar en un mismo cuadro la figura diminuta de un perro chihuahua muy cerca de las patas largiruchas de un mastín. Y con las piernas de la dueña al lado, enfundadas en largas botas de cuero, ya sólo quedan cuatro extremidades que contrastan en volumen con la mascota faldera. El efecto es inevitablemente cómico. Otra foto tomada en una playa brasileña muestra una técnica de encuadre en la que una vez más las patas delanteras largas de un animal se confunden con las piernas desnudas de un grupo de bañistas, derribándose así las barreras entre una estirpe humana ufana de sí y el reino animal al que pertenecemos todos. En esta gran comedia humana que propone Erwitt, nuestro ladrón de imágenes, los animales domésticos ocupan un lugar muy especial, como si el artista deseara señalar en sus composiciones el contenido de fábula o de sátira política que encierra su obra, añadiendo el toque orwelliano de la Granja de animales. Según la fotógrafa francesa Natacha Wolinski, lo característico en Erwitt es el gusto por el detalle insólito capturado al azar en las escenas más ordinarias: “un gato negro deslizándose entre dos zapatillas, dos baguettes atadas a la parrilla trasera de una bicicleta, una puerta entreabierta que deja ver a una pareja bailando al fondo de una cocina”. Si en el campo de la fotografía cabe el sentido pleno del humanismo, esa virtud conviene a la perfección a este gran artista visual estaduunidense.

 

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