El principal problema de México es la corrupción (AMLO dixit), y el caso de la Salud lo prueba con creces. A la par de la cadena de compra, suministro y distribución de medicamentos se ha tejido una compleja red de intereses, complicidades y artilugios de todo tipo para obtener ganancias o ingresos al margen de la normatividad vigente o de plano contrariándola. Desde las grandes empresas intermediarias cuya situación monopólica les permitía imponer sobreprecios a las medicinas hasta los robos hormigas de medicamentos vendidos después en el mercado negro.

Y en esa gran red de corrupción lo mismo participa la industria farmacéutica que médicos que aceptan dádivas por recetar los medicamentos de patente o de menor eficacia, funcionarios venales que se benefician de contratos, dirigentes sindicales y encargados de farmacias de las instituciones de Salud que medran con los fármacos, y hasta activistas financiados por esa industria.

El presidente López Obrador se atrevió a enfrentar a ese monstruo de mil cabezas. Su proyecto de la Megafarmacia, que surtirá a todas las instituciones de Salud pública, deja aún muchas dudas por resolver, pero va por la senda correcta: apuesta no solo a poner alto a la corrupción consuetudinaria, sino que también apunta a la unificación del fragmentado sistema de Salud, origen de muchos de los males que lo aquejan.